Ni el cambio climático, ni la colisión interplanetaria, ni un meteorito, ni el gran apagón. La amenaza más grande para la humanidad viene probablemente de la humanidad en sí misma. Se está conociendo en el presente que los ordenadores están aprendiendo a tomar acciones imprevistas, o que los robots competirán contra la humanidad a través de la inteligencia artificial. ¿Esto podrá ser el principio del fin? ¿Está la humanidad planificando sin saberlo su propia eliminación como especie?
Existen muchos escenarios en los que se ha sugerido lo que podría suceder en un futuro no muy lejano. Algunos podrán suceder, como la automatización de muchas tareas que ahora realizamos los humanos, y ciertamente, algunas terminarán con la humanidad liberándola de determinadas acciones, pero con la incertidumbre de que ello se pueda convertir en algo más peligroso. Otros factores tienen probabilidad de suceder en un plazo más corto, no obstante, no es seguro que destruyan por completo la civilización, y otros siguen siendo extremadamente inverosímiles, y pueden incluso ser imposibles de realizarse.
Pero, el ser humano ya empezó muchos años atrás a ser una amenaza para sí mismo, desde el instinto primario de supervivencia ha creado conflictos, guerras, ha inventado armas para aniquilar a sus semejantes solo por porciones de tierras, por un territorio que no le pertenece, por la envidia, por el odio, en definitiva por factores de la percepción humana que le llevan a actuar de una forma determinada, de una forma hostil y que en definitiva no le lleva a ningún sitio. Un panorama desolador que podría formarse por la amenaza de una guerra nuclear o por el uso de algún arma con posibilidades similares. Es difícil predecir si esto exterminaría a la humanidad por completo, pero ciertamente podría alterar a la civilización tal como la conocemos, en particular si tuviera lugar un acontecimiento como el llamado invierno nuclear, un fenómeno climático que describe la consecuencia del uso indiscriminado de bombas atómicas. Un concepto que surgió en el contexto de la guerra fría, y predecía un enfriamiento global debido al humo estratosférico, que tendría como consecuencia un colapso de la agricultura y la amenaza de hambrunas para la mayoría de la humanidad.
En ese contexto de colapso la literatura y el cine han sido fuente de transmisión para explorar, documentar, conspirar y exhibir estas posibilidades a las que se podría enfrentar la humanidad. Obras como La carretera de Cormac McCarthy en la que narra la historia sobre un viaje emprendido por un padre y su hijo a través de parajes que fueron destruidos años atrás durante un cataclismo no especificado que aniquiló toda la civilización y la mayor parte de la vida sobre la Tierra, o la película Melancolía escrita y dirigida por Lars von Trier, en la que un planeta se dirige para chocar contra la Tierra y destruirla.
Bajo este paraguas post-apocalíptico el cómic no se desmarca de crear un mundo posible cayendo en la distopía con obras como La tierra de los hijos, escrita y dibujada por Gipi (Salamandra Graphic). Gian-Alfonso Pacinotti alias Gipi (Pisa, 1963) muestra un talento gráfico y narrativo que confirma su trayectoria al cabo de pocos años y se consagra no sólo por un éxito notable de público, sino también gracias a numerosos reconocimientos internacionales, entre los que destacan el premio Goscinny y el Fauve d’Or al Mejor Álbum en el Festival de Angulema.
Creador e ilustrador de numerosas historias como la popular Mi vida mal dibujada y cómics en publicaciones periódicas italianas, Gipi también se ha hecho famoso entre los fanáticos de los cómics y los artistas gráficos de todo el mundo. En Italia ha publicado entre otras obras: El local, Apuntes para una historia de guerra, S., Diario di fiume e altre storie, Verticali, Besos desde la provincia y, por último, una historia, seleccionado entre los finalistas del premio Strega 2014. Gran aficionado de los juegos, en 2015 concibió y dibujó Brutal, un juego de naipes de fantasía medieval.
La tierra de los hijos representa el quiebre más llamativo de sus cómics anteriores en los que dibujos en tinta sobre fondo blanco o monocromos y colores multicolores y acuarelas predominaban, así como la conexión de sus personajes que son a menudo adolescentes perdidos, niños adultos, a quienes transporta a paisajes fríos y desolados, especialmente en paisajes suburbanos. En La tierra de los hijos, mantiene la regla de una escritura estilística y elíptica de una restricción radical en la que el dibujo es parte predominante, con trazos libres y sencillos. No deja de lado su estilo narrativo con los protagonistas adolescentes de un mundo futuro o presente e incierto en el que ha debido de haber una catástrofe planetaria, ya que la vida normal que se llevaba antes ha pasado a ser una vida difícil y apocalíptica en donde escasea la comida, la ropa de abrigo y el agua está por todas partes. La trama narrativa no emplea esa referencia de un lugar y un tiempo especificado, en la que parece que el planeta ha sido arrasado por los elementos y por la locura de los pocos hombres que quedan. En un ambiente hostil, solo queda la capacidad de sobrevivir, incluso aplastando a los demás si es necesario.
El cómic es una escena apocalíptica en sí misma, que golpea al lector con fuerza para que este no deje de pasar cada una de sus páginas en las que Gipi transmite una visión melancólica y cruel de la humanidad en la que un padre cuida de sus hijos a los que no transmite ningún tipo de cariño para hacerlos fuertes, además ellos viven como si nunca hubiera habido un antes. Para los hijos no hay otro mundo detrás. Solo hay trazos. Gipi dibuja y garabatea el cabello como la hierba, mientras que las sombras y la oscuridad también consisten en una acumulación de trazos parpadeantes. Incluso el aire se compone de golpes de tinta alegóricos, moderado en palabras o explicaciones como si se tratase de una novela de Cormac McCarthy. «La sangre envenena incluso la teoría más pura» y la vida nada vale cuando la gobiernan el bien y el mal. Un cómic brutal.
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