Ángel González Abad el 13 jul, 2010 A la misma hora que el Paseo de Gracia se llenaba el sábado de manifestantes contra la sentencia del Constitucional sobre el Estatut, en la francesa localidad de Ceret el catalanismo se vestía de gala para celebrar y recibir un año más la ancestral Fiesta de Toros. Dos escenarios, dos. Más catalanes que nadie en el centro de Barcelona o en las calles y en la coqueta plaza de toros de esa pequeña ciudad de la Cataluña norte en donde las corridas comienzan con el solemne canto de «Els segadors» y terminan bajo los sones de «La santa espina» con el público en pie. Si en la tarde del sábado alguien hubiera osado reivindicar en las calles de Barcelona, entre las decenas de miles de personas congregadas, la libertad de ir a los toros no se sabe qué hubiera podido pasar. En Ceret no hacia falta preguntar a nadie ni por su catalanidad ni por ese derecho de ser aficionado. Las dos libertades —la de ser y sentirse catalán y la de poder expresar una afición hacia un espectáculo único— conviven en la Cataluña norte con mucha más normalidad que en la Barcelona vanguardista, del diseño y del turismo. ¡Qué paradoja! Los representantes políticos de quienes el sábado clamaban libertad, intentan prohibir una manifestación de profundas raíces mediterráneas como es el toreo. ¡Qué pena! ¡Cuánta hipocresía! Los que en la cabeza de la manifestación del sábado denunciaban una persecución y exigían libertad, son los mismos que en ese templo de las libertades que debería ser el Parlament de Catalunya intentan cercenar la de miles de ciudadanos que no tienen otro pecado que el ser aficionados a los toros. ¡Cuánta mentira! Si hablamos de libertad, que sea para todos. Vamos a dejarnos de según quien y según como. En Ceret ni son más ni menos catalanes por vivir intensamente la Fiesta como algo suyo, como no son mejores ni peores vascos los que estos días sanfermineros antes del tradicional encierro cantan pidiendo protección al santo en euskera, y eso que están en Navarra. Aquí, ir a la Monumental un domingo te estigmatiza por parte del catalanismo oficial. Y eso, como en el romance del Piyayo, «¡A mí me da pena y me causa un respeto imponente!». Respeto que puede traducirse por miedo. Miedo a que si había alguna opción de que la Fiesta se salvase en la votación final del próximo día 28, ahora se produzca una reacción que se lleve por delante cualquier posibilidad de cordura que pudiera haber imperado entre los diputados. Como un arreón de manso. Así esta ahora la Fiesta, malherida, esperando que alguien —diputados electos— aseste el puntillazo final. No van a ser jornadas propicias para una serena reflexión las dos semanas que quedan hasta ese 28 de julio, un 28-J al que ojalá no haya que ponerle un crespón negro para siempre. Negro de oscuridad, de esa fría y húmeda cautividad de las mazmorras. Toros Comentarios Ángel González Abad el 13 jul, 2010