Van más de quinientos pero podrían ser mil. El número de muertos por las inundaciones del estado de Río es un misterio. También la respuesta a la pregunta de por qué, -el año pasado y visto lo visto los anteriores-, Brasil sólo utilizó la mitad de su presupuesto para prevenir catástrofes naturales.
Dilma Rousseff no podía creer a sus asesores cuando supo de ese ahorro trágico sin justificación. Sobre el terreno de la desolación -más extenso que la ciudad de Sao Paulo- la presidenta prometió hacer cumplir la ley. En crudo significa, más o menos, impedir que los miserables y desahuciados construyan viviendas en laderas de montañas que se hacen barro con las primeras lluvias torrenciales.
Las situaciones límites destapan el verdadero ser de las personas y los Gobiernos. Esta es una de ella y el rostro que asoma desde el Ejecutivo parece dibujado con trazo firme. Sin poder, ni querer, señalar con el dedo los ocho años de Administración Lula, la presidenta de Brasil ordenó buscar responsabilidades. En la peor tragedia de la historia de Brasil, –como en el maremoto del pasado año en Chile-, se pudo evitar la cascada de muertes que la acompañan.
La prensa brasileña, en bloque, recuerda los “olvidos” de las partidas económicas para evitar desgracias anunciadas y acusa la ausencia de un sistema de emergencia frente a desastres naturales. Las escenas que recogen son una réplica, -en otra dimensión-, de las vividas el año pasado en los terremotos de Haití y de Chile. La gente duda entre abandonar sus casas por temor al saqueo, y salir en estampida en busca de un lugar seguro. La historia, una vez más, elige cómo repetirse.
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