Carmen de Carlos el 22 dic, 2011 Aquella tarde de diciembre los camareros de la Biela, uno de los bares emblemáticos de Buenos Aires, comenzaron a retirar las mesas y las sillas de la terraza. La mujer de un diplomático español instó a su grupo de amigas a que cada cual se fuera a su casa. Le acababa de colgar el teléfono a su marido y el consejo era, prácticamente, una orden. La voz de alarma había estallado, los saqueos habían cruzado la frontera de la General Paz, avenida que divide la ciudad de la provincia, y las hordas de desarrapados se dirigían rabiosas a los barrios ricos. En pocas horas Argentina descubriría que era un país sin ley. Como en la última etapa del Gobierno de Raúl Alfonsín, los supermercados fueron pasto del vandalismo. También los comercios menores, carnicerías y vehículos de transporte de alimentos. El presidente, Fernando de la Rúa, decretaría el Estado de sitio, “porque me lo pidió el gobernador Carlos Ruckauff”, aclara diez años más tarde a ABC. La orden, como sucedía con la política de un Gobierno carente de autoridad, cayó en saco roto. El Ejecutivo de De La Rúa apenas duró 740 días. La “Alianza” de la Unión Cívica Radical (UCR) con el Frepaso y otros aliados, se había impuesto en 1999 a la candidatura del peronista Eduardo Duhalde que, a su vez, estaba alejado de Carlos Menem. Antes del año la coalición de Gobierno, de corte socialdemócrata, saltó por los aires. Un escándalo de corrupción que implicaba el pago de sobornos para aprobar en el Congreso una reforma laboral desembocó en la renuncia del vicepresidente Carlos “Chacho” Alvarez y anunciaría, implícitamente, el principio del fin de una Administración a la deriva. Agobiado por la crisis económica, con siete huelgas generales del sindicalismo, el peronismo cansado de su ineficacia, el FMI dándole la espalda, una deuda pública insostenible de 144.000 millones de dólares, la ley de convertibilidad que establecía la surrealista equivalencia del dólar con el peso, y las reserva de divisas del Banco Central en apenas quince mil millones, diciembre sería un mes negro para De La Rúa, para Argentina y para los más de treinta muertos que quedarían tendidos en las calles entre el 19 y el 20 de diciembre. Argentina había sufrido en el año 2001, de acuerdo a un informe del Centro de Estudios Nueva Mayoría, 2.336 piquetes. La cifra sólo se superaría en el 2008. Durante el incipiente Gobierno de Cristina Fernández el record sería de 5.608 movilizaciones de encapuchados. Ejército K se moverían a sus anchas. Con niveles de pobreza superando el 40 por ciento la Iglesia y Carmelo Angulo, embajador de Acnur y posterior jefe de la Legación Diplomática española, trabajaron contra reloj en la llamada “Mesa de Diálogo”, una instancia que convocó a todas las fuerzas vivas de Argentina, desesperadas por buscar una salida a un país que, “se incendiaba” mientras De La Rúa parecía vivir en otro mundo. La última reunión, en la sede de Caritas, tuvo al inestable presidente como invitado de excepción. Las imágenes de los saqueos daban la vuelta al mundo pero él garantizaba que los disturbios “estaban controlados”. Lo hizo mientras intentaba entrar en su vehículo y un grupo de manifestantes le lanzaba cascotes. La anarquía reinante y un discursos desafortunado –lo tuvo que grabar tres veces-, entrada la noche, se convirtió en la antesala de una muchedumbre que salió a la calle al grito de “Que se vayan todos”. Ese 19 de diciembre miles de argentinos acordonaron la Casa Rosada (sede del Ejecutivo) armados con cacerolas, sartenes y cualquier otro elemento de cocina que hiciera ruido frente a los oídos sordos del Gobierno. La residencia privada del jefe de Estado, un chalet conocido como “la quinta de Olivos”, estaba cercada y las fuerzas de seguridad se lavaban las manos. El gentío estuvo a un paso del asalto mientras el presidente, según sus allegados, dormía plácidamente fruto de un efectivo somnífero. De La Rúa había sacrificado al ministro de Economía y creador del “corralito”, Domingo Cavallo. Pensaba que aquella decisión, de madrugada, calmaría a una Argentina en pie de guerra. Volvió a equivocarse. El 20 de diciembre la población intentó volver a la Casa Rosada, la represión, primero con balas de goma, se tradujo en plomo en el cuerpo. Hoy jura que “la orden determinante era respetar a las personas”, recuerda que fue la juez María Romilda Servini de Cubría la que instruyó el desalojo de la Plaza de Mayo y reconoce aquella jornada como “el día más doloroso” de su Gobierno. El Partido Justicialista, le pidió a De La Rúa “un gesto de grandeza” que no era otra cosa que su dimisión y la UCR, a la que pertenecía desde sus años mozos, le retiró su confianza en el Congreso. Su suerte estaba echada. El presidente escribió y firmó su renuncia de puño y letra. El vicealmirante Carbone, le llevó, prácticamente en volandas, al helicóptero que le esperaba en la azotea. La imagen, de inevitable parecido a la protagonizada por Isabelita Perón tras el golpe del 24 de marzo de 1976, acompañará de por vida a un De La Rúa maltratado por sí mismo y por la historia. Otros temasPolítica Tags cacerolazos plaza de mayodiez años de la caida de de la rua Comentarios Carmen de Carlos el 22 dic, 2011