Hace unos días, después de ver «La flor de mi secreto» (1995), leí que en las películas de Almodóvar los personajes hacían las maletas y se iban al pueblo cuando la vida en Madrid les sobrepasaba, con la vuelta al lugar de la infancia como una vía de escape de las locuras de la capital. Aunque todos sabemos que en un círculo pequeño socializar puede resultar asfixiante, y que los paraísos arcádicos hay que cogerlos con pinzas, es cierto que regresar a paisajes o aficiones que nos han hecho felices supone a menudo una fuente de consuelo. Si cuento esto, y ya voy a dejar de dar vueltas, es porque hace un par de semanas defendí a ultranza «La momia», un película de 1999 dirigida por Stephen Sommers donde una egiptóloga atolondrada (Rachel Weisz) se liga a un chipo guapo y marrullero (Brendan Fraser) y resucita y luego da caza a una momia vengativa (Arnold Vosloo) llamada Imhotep. De los 8 a los 13 años, la cantidad de veces que pude verla se me escapa, pero fue suficiente para que me aprendiera los diálogos de memoria. Mi padre la alquilaba en el videclub de mi calle, el videoclub Skorpio, donde las carcasas de las cintas VHS eran blancas salvo por el logo, que estaba grabado en rojo. Ahora es una inmobiliaria o una tienda de cocinas. Curiosamente, hace pocos meses soñé que entraba y que su dueña me dejaba llevarme mis películas preferidas antes de su cierre definitivo. Yo elegía «El rey león» (Rob Minkoff, Roger Allers, 1994). El subconsciente no entiende de edad.
No exagero si digo que «La momia» fue decisiva para que estudiara Historia. Me imagino que no es una buena película, pero yo le debo una vocación y varios sueños infantiles relacionados con aventuras en el desierto y ruinas misteriosas. Todavía hoy, cuando la ponen en la televisión y tengo tiempo, me siento a verla y me echo a reír con las mismas gracietas sin sentido, ignorando si el argumento tiene lógica o si la película posee valor estético. Quizá lo apropiado sería arrugar la boca y decir que es mal cine. Renegar de todo lo que no nos aporte un barniz cultural que pase por brillante, militando en la minoría privilegiada por la gracia del gusto. Qué rollo.
La gala de los Goya la vi en un lugar donde había bastante gente. Cuando comenzó la actuación de Rosalía, varias personas se congregaron bajo el televisor y la escucharon con una sonrisa en la boca. Ni siquiera se llamaron para facilitar ese encuentro espontáneo. Dicen que con la chica hay una fiebre cansina que tiene un punto sonrojante. Si es así, yo me sumo a ella con entusiasmo. La música popular siempre ha sido emocional, fervorosa e instintiva; todo el mundo se sabe una canción de Nino Bravo, los bares se cierran con «Un beso y una flor»; en Bélgica, esa tarea la desempeñan Jacques Brel y últimamente Stromae. No solo importa el virtuosismo, que también es admirable. No solo lo que fracasa es de calidad.
Me parece que es legítimo emocionarnos con lo que nos haga felices, aunque sea una película absurda o la cantante del momento. Creo que eso no es incompatible con disfrutar del cine consagrado o la música clásica. Y poco más.
Otros temas Silvia Nietoel