Ahora que las noticias de Israel abren todos los telediarios, me vienen a la memoria algunos recuerdos e impresiones de mis visitas a ese país. La primera vez que puse el pie en aquella tierra tan disputada históricamente me pareció un gran kibutz. Quiero decir que no había caretas ni se jugaba con el rango social. La gente pasaba de formalidades e iba directamente al grano. Es verdad que se trata de un país pequeño, pero la vida social me sorprendió por su naturalidad sin pretensiones. Al principio, la abierta familiaridad con que me trataban me producía cierta incomodidad o desconcierto, pero, pasado el primer trago, se convirtió en un interesante ejercicio de adaptación social.
La primera noche que pasé en Tel Aviv cené con un alto cargo del Ministerio de Turismo. Llegó en camisa y vaqueros. Cambió dos veces de mesa, antes de dar con la que le gustaba. Decidió por mí lo que tenía que cenar y, sin cortarse ni un pelo, invadió mi plato unas cuantas veces, tenedor en ristre, para probar lo que me habían servido, sin molestarse siquiera en pedir permiso. No es que uno sea un remilgado, ni mucho menos, pero me sorprendió tanta campechanía en un alto funcionario. Lo acepté de buen grado, pero ciertamente me chocó que en un mundo tan tieso, formal y celoso de esa parcela de privacidad en la que todos nos atrincheramos cuando nos conviene, alguien se atreviera a transgredir las normas sociales al uso actuando con una naturalidad desacostumbrada y como de otro tiempo, tal como era común, por otra parte, en la España agrícola y pedánea de mi infancia.
En otra ocasión, Daniella Federmann, la hija del propietario del mítico hotel King David de Jerusalén (y de otros muchos), tuvo la gentileza de invitarme a almorzar en el hotel. En el magnífico vestíbulo donde se han sentado muchas de las figuras más importantes del siglo XX, tuve el placer de saludar a David Feuerstein, un judío chileno octogenario, sobreviviente de Auschwitz, que había llegado desde Santiago de Chile acompañando al entonces presidente Piñera. Quedamos en vernos en Madrid próximamente, puesto que tenía pendiente pasar a recoger de manos de nuestro rey el Premio Príncipe de Asturias que le había sido concedido algún tiempo atrás, y a cuya entrega no pudo asistir en su día.
Daniella, una chica joven, rubia y desenfadada, con ojos de miel clara de azahar, me mostró orgullosa la larga estela que recoge las firmas de los huéspedes más ilustres que se han alojado en el hotel, como si se tratara de las estrellas del Boulevard de la Fama de Hollywood. Sencillamente impresionante. No faltaba nadie.
Como si lo hubieran preparado a propósito, cuando quise darme cuenta, tenía encima al mismísimo presidente de Chile, acompañado de Simón Peres. Daniela me los presentó con la mayor naturalidad y, abducido por la campechanía que se respiraba en aquel país, les saludé con cordialidad, como si se tratara de viejos conocidos. Tras cruzar con ambos unas breves palabras de cortesía, pasé al acristalado comedor, donde me esperaba un estupendo arroz rojo que degusté ante la vista sublime de la milenaria Jerusalén al otro lado del ventanal. Daniella, ya exsoldado, me contó entonces que la mili era obligatoria en Israel a los dieciocho años para hombres y mujeres. Las chicas tienen que servir dos años, y los chicos, tres. Los objetores no suelen encontrar muchos problemas en evadir sus obligaciones militares, ya que el ejército israelí no está interesado en soldados desmotivados. Si alguien prefiere limitarse a hacer tareas de apoyo, en lugar de combatir, tampoco tiene difícil conseguir un destino en logística, sanidad u oficinas. Lo verdaderamente difícil es ingresar en las unidades de élite, las más demandadas por jóvenes deseosos de dar lo mejor de sí mismos por su país.
Pero, ¡ojo!, lo interesante viene después: a la hora de buscar trabajo la primera pregunta que escucha cualquier candidato es “¿Cómo te llamas?”, y la segunda “¿Qué hiciste en el ejército?”. El patriotismo tiene una altísima consideración en Israel, que nadie lo dude. Allí los patriotas que han servido en sus fuerzas armadas gozan de la mayor consideración social y las mejores ofertas de trabajo. Nunca olvidaré estas y otras lecciones aprendidas en aquel país, entonces en paz. Otra muy importante fue comprobar en el mercado de la ciudad que la mayoría de los puestos disponían de un estante bajo, a la altura de las rodillas, donde los menesterosos podían servirse discretamente a discreción sin que tuvieran que mendigar ni pagar. Me pareció un detalle de grandísima altura humana que no puedo dejar de resaltar.
Oriente Medio