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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Bhaktapur, la joya del valle de Katmandú

Francisco López-Seivaneel

Me duele pensar en Nepal ahora. Lo he visitado en numerosas ocasiones y he disfrutado de sus paisajes, de sus montañas y del genuino sabor medieval de sus ciudades de ladrillo. Sobre todo, me duele pensar en Bhaktapur, la joya del valle de Katmandú. Publico ahora esta crónica para rememorar cómo era antes del último terremoto que tan severamente la dañó.

Son apenas doce kilómetros los que separan Katmandú de la ciudad medieval de Bhaktapur, pero en Nepal doce kilómetros de carretera dan para mucho y en ese breve trecho uno puede apreciar de cerca la irregular orografía del valle que dista de ser una amplia llanura. Un pensamiento me asalta en este punto: ¿será esta torturada orografía resultado de los numerosos terremotos que han asolado la región durante siglos? Si tenemos en cuenta que ese pensamiento me asaltó hace ya varios años, a nadie podrá extrañarle que hoy me parezca premonitorio.

Siempre tuve a las vacas por los animales de andares más mayestáticos de la tierra, pero en Nepal me entraron dudas al contemplar la pausa y dignidad con que una familia de patos atravesaba la carretera de Bhaktapur en su característica fila india: imperturbables, serenos, ajenos a la prisa de los conductores, ninguno de los ánades del clan se inmutó ni apretó el paso hasta no alcanzar la otra orilla del camino. El asunto me dio qué pensar, ya que encerraba una lección de vida: cómo oponer a la ansiedad y al frenesí de la vida moderna la tranquila impasibilidad del propio ritmo.

Entre los siglos XIV y XVI, Bhaktapur llegó a ser la capital de todo el Valle. En aquella época, el corazón de la ciudad era la Plaza de Dattatreya, un lugar que aún conserva todo el sabor del medievo alrededor del templo del mismo nombre -alto y cuadrado, con grandes tejados y amplios corredores de madera circundando el cuerpo central-, que fue erigido en 1427. Dattatreya es una de las deidades mas sincretistas del panteón hindú. Los seguidores de Vishnu la consideran una encarnación de Dios, los de Siva, la veneran como maestra de éste, mientras los budistas locales, para no ser menos, la tienen por Devadatta, una prima de Buda, y también la hacen ofrendas en el gran festival anual de Sivaratri. Las arcadas del cobertizo de este viejo templo, que un día fueron, sin duda, lugar de encuentro social, recuerdan mucho a las de Kasthamandap, en Katmandú, que probablemente sirvieron para el mismo propósito. Ambos se vieron seriamentre dañados por el reciente terremoto.

Vista parcial de la Plaza Dattatreya, antes de los severos daños causados durante el último terremoto/ Foto: F. López-Seivane
Templo de Dattatreya cuando nada hacia presagiar un terremoto/ Foto: F. López-Seivane

Si Patan es la ciudad de las artes, Bhaktapur -literalmente, “ciudad de los devotos”- podría ser considerada la de la cultura y la religión. A nadie le puede extrañar que un lugar tan mágico y surrealista sea Patrimonio de la Humanidad. Pero no es sólo la diversidad de templos, pagodas y edificios históricos que salpican las calles y plazas de Bhaktapur lo que asombra al visitante, sino el fascinante contexto que convierte toda la ciudad en un escenario onírico, en un lugar único e indescriptible donde las sensaciones y emociones se agolpan. Hay que perderse por sus callejuelas angostas, de tierra húmeda y olores centenarios, en las que malamente pueden cruzarse dos personas.

Ventana con personajes, típico de Bhaktapur/ Foto: F. López-seivane
Animada calle de Bhaktapur cerca de la Plaza Dattatreya/ Foto: F. López-Seivane
Típica calle de Bhaktapur/ Foto: F. López-Seivane

Uno los rincones que más me impresionó fue la Plaza de la Cerámica, totalmente cubierta de hierba seca sobre la que descansaban en ringleras miles de vasijas de barro frescas, recién torneadas, secándose al sol ordenadas por formas y tamaños, mientras los artesanos trabajaban con sus manos en umbrosos portales, las mujeres transportaban las piezas terminadas en grandes cestos de soga y los peones las remataban, clasificaban y colocaban sobre las gavillas de hierba que se extendían por doquier. Sentadas en los viejos soportales de la plaza, las mujeres mayores observaban fumando en silencio. No había un solo coche circulando por el casco histórico de la ciudad, en algunas de cuyas calles aún permanece la huella que guiaba, como un carril, la rueda de los carruajes cargados de flores y dioses cuando descendían en las grandes festividades hasta los ghats del río. Auténtica e incontaminada, Bhaktapur era (y sigue siendo) una joya única del medievo, aunque a veces pueda llegar a parecer el escenario de una película medieval con extras vestidos de época.

Plaza de la Cerámica un día cualquiera/ Foto: F. López-Seivane
Las vasijas de barro se secan al sol perfectamente ordenas/ Foto: F. López-Seivane
Vendedora en la Plaza de la Cerámica/ Foto: F. López-Seivane

A sólo cuatro kilómetros al norte de Bhaktapur se encuentra el templo de Changu Narayan, el más antiguo de los templos de aquel reino, construido en el año 323 de nuestra era por la dinastía de los Lichavi. La vista desde ese lugar, situado a mil setecientos metros de altitud, es para no olvidarla y da una idea de la extensión del Valle y de su compleja orografía que en la antigüedad, cuando estaba cubierto por las aguas, aparecía erizado de islas y penínsulas.

Sin embargo, el sitio ideal para asomarse al Valle y a las montañas que le rodean es Nagarkot, a diez kilómetros al este de Bhaktapur y a dos mil ciento setenta y cinco metros de altura. A medida que uno asciende, descubre con asombro las faldas de la montaña escalonadas en bancadas regulares que permiten a los montañeses cultivar la tierra, la única opción en un país tan arriscado. Desde lo alto, puede contemplarse toda la inmensa cordillera, desde el Dhaulagiri, al oeste, hasta el Everest, al este, encendiéndose con la primeras luces del alba y tornándose púrpura en los inacabables atardeceres. Las imponentes moles blancas del Himalaya encogen y empequeñecen al observador cuando se recortan limpias contra ese cielo claro, azul y sin mácula que siempre disfruta Katmandú en invierno. Pero para los nepalíes, hijos de las montañas, es, en cambio, una visión vivificante que les conforta el corazón y les sosiega la mente. Han sufrido muchos terremotos y siempre han sabido sobrevivir.

 

 

Asia & Oceanía Francisco López-Seivaneel

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