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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Una noche en la infinita soledad del Sahara

Una noche en la infinita soledad del Sahara
Francisco López-Seivane el

Hace sólo cinco millones de años, es decir, anteayer en términos geológicos, el choque entre la placa asiática y el subcontinente indio dio lugar al levantamiento de la cordillera himalaya, mientras al otro lado del mundo emergía del océano lo que ahora denominamos América Central, esa estrecha franja de tierra que une las dos Américas, desde México al istmo de Panamá. La barrera del Himalaya cortó las corrientes de aire y las tierras recién emergidas en Centroamérica, las marinas, dando lugar a extraordinarios cambios climáticos en todo el planeta. El más dramático y evidente fue la desertización del norte de África y la aparición del Sahara. El Sahara es hoy el mayor desierto del mundo, un vasto pedregal barrido por los vientos en el que toda vida se antoja imposible. Hubo una época, sin embargo, en la que allí crecía una selva lujuriante y el mar penetraba hasta más allá del Atlas. El tiempo no ha sido capaz de borrar los rastros indelebles de aquel pasado geológico que hoy nos sorprende por doquier. Cualquiera que lo visite por primera vez llegará pensando que el desierto es un lugar vacío, inhabitable, carente de interés, pero se equivoca. El Sahara está lleno de vida y sus piedras contienen más información sobre nuestro pasado geológico que cualquier enciclopedia. Basta dejarse caer por la Carrière des fossils, tal como denominan los lugareños al increíble yacimiento de fósiles marinos, gritos del ayer hallados cerca de Erfoud, que dan cuenta al detalle de cómo era la vida antaño en aquellos fondos marinos, para entenderlo.

Algunos de los increíbles fósiles encontrados en el Sahara. Foto: F. López-Seivane

Y también hay vida humana. El Sahara está habitado desde tiempo inmemorial por gentes extraordinarias que han sabido adaptarse a sus condiciones extremas hasta el punto de considerarlo su hogar. Los berebere llevan miles de años viviendo, muriendo y amando en sus oasis. Para ellos, no hay nada más preciado que el horizonte ni otro valor más sagrado que el honor. Una buena mañana me puse en manos de un silencioso hijo del desierto que me llevó a lomos de un dromedario, cabeceando como un velero por aquel mar de arenas milagrosas, hasta los pies del Erg Chebbi, una duna gigantesca, la mayor de Marruecos. Después, me hizo trepar agónicamente por sus faldas arenosas hasta alcanzar la cumbre. Afortunadamente, pude llegar a lo alto a tiempo de contemplar cómo los últimos rayos de sol teñían de rojo las arenas infinitas del desierto. Sólo por vivir este momento, pensé, habían valido la pena todas las penurias del viaje.

El desierto está lleno de vida y los niños juegan y aprenden como en cualquier lugar. Foto: F. López-Seivane
Los colores del desierto al anochecer son de una belleza indescriptible, que subyuga y emociona. Foto: F. López-Seivane

Transido, no me moví del sitio hasta que las sombras de la noche me espabilaron con su brisa helada. El regreso no fue un camino de rosas. Había que asirse con fuerza a la cruz de la silla para que la inclinación del terreno no le despidiera a uno por encima del animal, pero enseguida llegamos a una depresión en la arena que acogía y escondía una gran jaima de extraño color oscuro, como si estuviera sucia. Era la típica vivienda de los nómadas del desierto, hecha de pelo de camello. Unas cuantas personas vestidas con túnica y turbante azul charlaban animadamente alrededor de una hoguera, mientras sus tambores descansaban unos metros más allá. Los nómadas siempre celebran el encuentro que les trae noticias y les libera de su soledad. Cuando las brasas de la hoguera desprendían ya una luz mortecina,  agradecí el servicio a la familia y a los músicos que habían puesto ritmo a la noche con sus bongos y me retiré a mis aposentos, en los que no faltaba una cómoda cama, un retrete y una ducha, todos separados por gruesas telas de colores que hacían las veces de tabiques.

Unas jaimas dispuestas en círculo abrigan al viajero en las frías noches del desierto. Foto: F. López-Seivane

 

El interior es un lugar socorrido donde se come, se escucha música y se cuentan historias con voz queda. Foto: F. López-Seivane

Al apagar la luz, un silencio desacostumbrado se apoderó de todo y fue entonces cuando, en medio de las tinieblas, sentí por primera vez en toda su intensidad el misterio del desierto. Desvelado, no resistí la tentación de levantarme y profanar la soledad infinita de la noche. Sólo e inmóvil en lo alto de una duna, me sentí contemplado y reconfortado por la miríada de estrellas que parpadeaban en un cielo totalmente despejado. Es todo cuánto necesita un nómada para soñar que el universo le pertenece. No me extrañó entonces que esa arena acogedora, finísima, envolvente, tuviera propiedades curativas. A mi me sanó el alma, te lo aseguro.

La meditación en lo alto de una duna al anochecer es una actitud espontánea de la mente, sobrecogida por el silencio y la magnificencia de lo que le rodea a uno. Foto: F. López-Seivane

Escucha aquí mis Crónicas de un nómada en Radio5 (RNE)

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