Este es el relato de una noche en el desierto del Kizilkum, en Uzbekistán. Fue hace muchos años, cuando escribía ‘Viaje al Silencio’ (Alianza Bolsillo). Se me ha ocurrido contarlo ahora, acompañado de algunas imágenes inéditas. Espero que te guste.
Tras una jornada de carretera entre monótonos algodonales, hube de cambiar de vehículo para penetrar en el corazón del Kizilkum, donde había planeado pasar la noche en una yurta. El nuevo medio de transporte era un incómodo todoterreno ruso con una suspensión de madera, que, sin embargo, negociaba con oficio los arenales del camino. Dando tumbos llegamos, por fin, a una hondonada protegida por una duna en forma de herradura, donde se alzaban tres yurtas.
Apenas poner el pie en tierra, el silencio se apoderó de todo. Sólo una suave brisa susurraba intermitentemente su música acariciadora. Trepé laboriosamente la duna y un paisaje maravilloso apareció ante mis ojos. La inacabable llanura, cubierta de una fina hierba amarillenta, se extendía como una pradera agostada, sobre la que alguien hubiera pintado una variada policromía de verdes. Allí, en lo alto, me senté sobre la fina y acogedora arena, que se acomodó de inmediato a las formas de mi cuerpo. Mis ojos, impulsados por una fuerza interior, se cerraron al instante.
Todo parecía detenido, como si hubieran cesado misteriosamente los afanes y ambiciones que mueven la noria de la vida. Aquel lugar mágico, en sólo unos minutos había sedado los anhelos de mi mente, así que, ajeno a todo, me abandoné sin cuidado, mientras la débil luz de un atardecer encapotado vestía de tonos irreales la pradera. Al cabo de no sé cuanto tiempo regresé despacio, ensimismado, como el que no va a ninguna parte. Al encontrarme con Farit, el conductor, frente a las yurtas, me llevé la mano derecha solemnemente al corazón, con todo el sentimiento, respeto y gratitud de que fui capaz. Era el gesto más bello del mundo, que había aprendido allí. Todos los uzbekos lo repiten muchas veces al día, mientras sus rostros se transforman con el poder que encierra. Nadie puede hacerlo de manera rutinaria o hipócrita, porque el mecanismo ancestral que activa despierta inevitablemente los sentimientos más limpios que alberga el corazón humano. Es un gesto tan sagrado, simbólico y hermoso como las manos plegadas junto al rostro de los hindúes, expresando humildad, respeto y reconocimiento.
Un largo y apacible paseo me llevó a descubrir un terreno mucho más accidentado de lo que había pensado desde la altura, con subidas y bajadas en las que los arenales y la pradera se sucedían, salpicados de numerosos y variados arbustos. Lo que parecía monótono en la distancia se revelaba ahora como un mundo de especies que desplegaban asombrosos recursos para sobrevivir. Las raíces de algunas de aquellas plantas se alargaban más de dos kilómetros en busca de agua. En sólo unos minutos se cruzaron en mi camino tantos animales que me preguntaba si no estaría en un zoo. Un enorme lagarto terroso de más de metro y medio de longitud corrió arrastrando su larga cola para ocultarse ante mi presencia. Era un varán que sólo vive aquí, un animal prehistórico que algunos consideran un “cocodrilo del desierto”. Poco después, un conejo tan grande como un perro trotaba sin agobio entre los matorrales con las orejas enhiestas, mientras una pequeña tortuga me miraba embobada. Aunque Kizilkum quiere decir “arenas rojas” y Karakum “arenas negras”, en nada se diferencian ambos desiertos, que para mí son uno solo partido por las aguas del Amudaria. Nadie supo explicarme convincentemente la razón de aquellos nombres, así que supuse que el tiempo los había vaciado de significado y ahora servían sólo para designar y distinguir ambos territorios.
Para la cena se había dispuesto una gran lona sobre la arena. En el centro había una mesa baja de madera, alrededor de la cual se extendían unas cómodas colchonetas. Mientras cenábamos, casi sin hablar, temerosos de romper la magia reinante, la luna se asomaba intermitentemente. Jamás había sentido el silencio como algo tan vivo, poderoso e imponente, suma perfecta de todas las armonías. Era tal su fuerza e intensidad que cualquier sonido que se produjera el propio silencio lo absorbía y lo apagaba de inmediato. Las pocas palabras que intercambiábamos eran apenas susurros que se diluían suavemente en la noche. Tras la cena quise perderme sin rumbo en el desierto. Una luna casi llena iluminaba mis pasos. Despreocupadamente, me adentré en la noche, sintiéndome espectador privilegiado de algo cuya magnitud trascendía lo humano. Regresé muy tarde con el alma en paz y la mente sosegada, como vuelve un creyente del confesionario. Enseguida me retiré a descansar y, sobre el duro suelo de la yurta, me entregué sin recelos a la quietud de las tinieblas.
Fresco, como si la noche estuviera ya cumplida, oí los gruñidos de un animal junto a la yurta. Sorprendido, pensé en uno de aquellos enormes lagartos que abundaban en el desierto. Miré la hora iluminando el reloj con la linternita que había dejado en el suelo, junto a la colchoneta. No eran más que las doce de la noche. Salí de la yurta sigilosamente y me tranquilicé al comprobar que los gruñidos procedían de uno de los “animales” que dormían en la yurta de al lado. Me sentía completamente despejado, así que me colgué la linternita al hombro y trabajé más de una hora en mis notas. Después, salí desnudo al encuentro de una brisa que no llegaba a ser fría. Deambulé lentamente por un universo ordenado, quieto, mágico, en el que ningún sonido tenía cabida. En aquel magnífico, absoluto, sagrado silencio que imperaba en la noche los oídos sólo servían para certificar que nada lo perturbaba, que ningún impacto sonoro alteraba el quieto discurrir del pensamiento sobre un lecho de emociones dormidas. Reconocí aquel silencio como mi hogar, como mi santuario más íntimo, y deseé fervientemente vivir por siempre en él.
Tan pronto despuntó el día, me senté a escribir a la puerta de la yurta, donde una brisa fresca atemperaba la fuerza de los primeros rayos del sol. Después me subí a un camello y dejé que trotara a su albedrío. El silencio seguía siendo total, redondo, absoluto… hasta que el motor del coche lo profanó. Era tiempo de irse…
Asia & Oceanía