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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La mujer tailandesa en tiempos de Ayutthaya

Emilio de Miguel Calabia el

Cada vez que oigo a alguien que me dice que la tierra es plana, que el mundo sólo tiene seis mil años de existencia o que las mujeres tailandesas son dulces y sumisas, sonrío para mis adentros. En el caso de la tercera de las afirmaciones, a la sonrisa le añado dos pensamientos: “No sabes la torta que te vas a dar” y “Tal vez hubieras debido venir hace trescientos años”.

Lo que la moral tradicional esperaba de la mujer tailandesa no era muy diferente de lo que culturas patriarcales con un grado similar de desarrollo esperaban. El “Traiphum”, un texto cosmológico del siglo XIV, da cuatro reglas a las mujeres: “Primero, sé leal y cariñosa con tu marido; no dejes que tu mente divague; no mires a ningún otro hombre más que a él; actúa de manera recta con él, tanto cuanto está delante como a sus espaldas”. En aforismos populares se dice: “Una buena esposa es como una esclava, que sabe cómo manejar la casa/ sumisa a su marido como un hermano menor/ Dispuesta a ofrecer consejo y advertencia como una madre/ Cuando quiera que su marido esté enfadado lo soporta con deferencia”.

Parece que lo de ser sumisa era muy importante y que no había nada peor que plantarle cara al marido. En “Krishna enseña a su hermana”, un poema escrito por un príncipe real a comienzos del período de Bangkok, leemos: “No imites a una mujer ruda, que es celosa, colérica y conflictiva/ O se niega a someterse a su marido, tercamente le mira con insistencia y le replica sin miedo”.

La Crónica de Ayuthaya y la Crónica Abreviada de Ayuthaya, que cubren el período entre finales del siglo XIV y finales del XVIII, transmiten la idea de que la política era algo que hacían sólo los hombres de la élite y que el papel de las mujeres era el de meros peones. Así, cuando el rey Intharaja (1408-1424) quiso recompensar a su súbdito Chaophraya Mahasena, que le había ayudado a conquistar el Trono, el favor que le concedió fue elevar a una de sus hijas, a la que tenía como concubina, al rango de reina. Esa recompensa era extraordinaria. Más habitual era recompensar entregando a una mujer hermosa para que sirviese como concubina al agraciado.

Cuando un usurpador se hacía con el Trono, si podía, procuraba casarse con alguna de las hijas o de las esposas del rey derrocado, para darse legitimidad. En este proceso de “transferencia” la opinión de las mujeres no contaba para nada.

La escasez de referencias a mujeres ejerciendo el poder puede deberse a los sesgos de los autores de las crónicas, que eran hombres que escribían para el rey y para otros nobles. Algunas mujeres sí que conseguían ejercer poder por medio de sus maridos, pero tenemos pocos detalles al respecto. Un ejemplo de que las crónicas nos pueden estar dando una visión un poco distorsionada del papel de las mujeres de la familia real, lo tenemos en el caso de la Princesa Yothathep. Las Crónicas apenas cuentan que fue hija del Rey Narai (1656-1688), esposa del Rey Phetracha y madre de un heredero potencial al Trono, Phra Khwan.

Sin embargo, existen testimonios contemporáneos de franceses y holandeses que dNicolaan muchos más detalles. Yothathep era la hija favorita de Narai y su influencia era tal que los extranjeros la llamaban “la Princesa Reina”. Narai le había otorgado el gobierno y las rentas de una serie de ciudades, donde podía incluso reclutar soldados y mano de obra con plena autonomía. La Princesa tenía su propia corte y otorgaba audiencias en las que impartía justicia.

El francés Nicolás Gervaise, en su “Historia Natural y Política del Reino de Siam” dice de ella: “Su habilidad para complacer a todas las damas a las que se permite que la vean está apoyada por un juicio firme y un ingenio vivo (…) [Cuenta cómo el Rey para probarla, la dejó durante cuarenta y ocho horas al frente de los asuntos del reino y…] Superó todas sus expectativas, pues razonó sobre los asuntos de estado más difíciles que el Consejo le sometió como si la hubiesen formado para ello durante toda su vida, y su perspicacia natural compensó su falta de experiencia tan bien que era evidente que había nacido para el Trono y que sabría muy bien cómo ocuparlo cuando le pidiesen que ascendiese al mismo”. En este párrafo Gervaise simplemente se olvida que una mujer no podía acceder al Trono de Ayutthaya. Dado que pasó tres años en Ayutthaya y que una de sus funciones era promover la influencia política de Francia, sorprende ese despiste. Ese despiste no lo cometió su contemporáneo Simon de la Loubère, que también escribió sobre Ayutthaya y dejó escrito: “Las hijas no suceden a la Corona, apenas se las considera libres”.

Cuando a la muerte de su padre, el Director General del Departamento Real de los Elefantes (puede sonar jocoso, pero era un cargo de mucho poder. Los elefantes eran los carros de combate de aquella época, así que el cargo implicaba responsabilidades militares) Phetracha usurpó el Trono, lo primero que hizo para legitimarse fue casarse con Yothathep y su hermana Yothathip. Yothathep aceptó de muy mala gana verse casada con un hombre casi treinta años mayor, pero a la larga se hizo a la situación. La ambición de poder y la perspectiva de que el hijo que tuvo con Phetracha pudiese llegar a reinar un día, le hicieron la píldora menos amarga. Las fuentes holandesas, a diferencia de las Crónicas oficiales, la muestran ejerciendo cierto poder entre bambalinas.

Los hombres podían tener varias mujeres, aunque por lo general sólo los ricos eran polígamos. Una de las mujeres era la esposa principal y las otras eran esposas de menor rango o concubinas, sometidas al capricho del hombre y de la esposa principal. Ellas y sus hijos podían ser vendidos como esclavos cuando el hombre moría.

Las mujeres de la élite llevaban vidas más o menos recluidas, aunque no les era imposible encontrar vías para comunicarse con el exterior, a menudo por intermedio de las mujeres comerciantes que llevaban mercaderías a sus palacios. Esa reclusión, en cambio, era más estricta en el caso de las mujeres del palacio real, que no podían tener contacto con hombres, salvo en situaciones restringidas. Esa prohibición se extendía incluso a las simples sirvientas, las cuales muchas veces hacían de su capa un sayo, aunque debían pagar duras consecuencias si las sorprendían. Un testimonio holandés cuenta que se descubrió que la hija de 19 años de un noble se escapaba de palacio disfrazada de varón para mantener relaciones sexuales con hombres de clase baja. Fue sentenciada a muerte y su hermano, que ocupaba una posición importante, no hizo nada para salvarla.

A las esposas de la élite se les pedía que llegaran vírgenes al matrimonio y que fuesen afectuosas con sus maridos y que le ofreciesen de buen ánimo el cuerpo para que lo usase. Así es la expresión utilizada. La mujer debe respetar y obedecer a su marido y estar con él a las duras y a las maduras. Es probable que el maltrato a la esposa no estuviese condenado socialmente. Aunque las Crónicas no lo mencionan, sí que hay un testimonio holandés de que el Príncipe Heredero y posterior Rey Sua disfrutaba maltratando con sadismo a mujeres jóvenes. Los padres de las muchachas apelaron a los holandeses para que las rescatasen, pero no pudieron hacer nada.

Las mujeres de la élite no decidían en general con quién se casaban, sino que era su padre quien les elegía el marido. Pasaban, pues, de un amo a otro. Por cierto, que en la Roma republicana no era la cosa muy diferente entre las familias patricias.

La vida de las mujeres del pueblo era muy distinta y mucho más libre. Los testimonios que tenemos proceden de los escritos de viajeros europeos y del poema “Khun Chang Khun Phaen”, una obra anónima, compuesta por muchos autores y que refleja las condiciones de vida de la gente llana en los siglos XVII y XVIII.

Parece que desde los inicios de Ayuthaya las mujeres tailandesas del pueblo tuvieron un papel protagonista en la economía. En la primera mitad del siglo XV el viajero chino Ma Huan dijo que “todos los negocios son gestionados por sus esposas”. Doscientos años después el holandés Van Vliet esbribió que “las mujeres, que están bien formadas y son guapas, hacen la mayor parte del trabajo en los campos. También reman en los ríos [dada la prevalencia de los mercados flotantes en Ayutthaya, es probable que no se limitasen a remar, sino que también comerciasen] y hacen muchas otras cosas.”

Simón de La Loubère a finales del siglo XVII cuenta que, como los hombres estaban ausentes la mitad del año sirviendo al Rey y cuando regresaban tenían pocas ganas de trabajar, eran las mujeres quienes se ocupaban de la economía doméstica. Esta misma imagen es la que se desprende de “Khun Chang Khun Phaen”: los hombres no son de fiar; cuando no los llama el Rey, se van con otras mujeres, o se internan en la selva en busca de aventuras. La estabilidad de la familia la proporcionan las mujeres.

Los viajeros europeos de los siglos XVI-XVIII suelen mencionar la fidelidad de las siamesas a sus maridos. El portugués Antonio Galvao escribió en 1544: “Aunque siempre van alrededor de los hombres medio desnudas [lo habitual era llevar el torso desnudo o a lo más cubierto con un paño semi transparente que apenas ocultaba los pechos] (…) no dejan de ser muy castas, lo que parece bastante imposible entre una gente tan viciosa.” El francés Nicolás Gervaise, que visitó Ayutthaya a finales del XVII, decía que era raro encontrar a mujeres que flirteasen o que fuesen infieles, ya fuera porque el adulterio se castigaba o porque iba con su carácter. El británico Daniel Beckman en 1718 escribió que las mujeres “eran muy constantes cuando están casadas y muy ligeras de cascos cuando están solteras.” Cabe preguntarse si esa fidelidad se mantenía durante los seis meses que los maridos debían prestar servicio al Rey o cuando desaparecían sin rumbo fijo.

La poesía didáctica defendía la necesidad de llegar vírgenes al matrimonio y de que la mujer no tuviese amantes durante el matrimonio. Mientras que, por los testimonios de los viajeros extranjeros, parece que la fidelidad conyugal se respetaba, es posible que lo de la virginidad fuese más un desiderátum que una realidad. En “Khun Chang Khun Phaen”, la heroína Wanthong aparece como una mujer que controla firmemente su sexualidad. Al comienzo del relato es ella quien toma la iniciativa con Khun Paen, que le ha gustado, a pesar de que éste se ha ordenado temporalmente monje. Wanthong se resiste a que le casen con el rico Khun Chang, que le disgusta.

Y no sólo es Wanthong quien tiene una sexualidad libre y desenfadada. A lo largo de la obra aparecen vendedoras que flirtean con soldaditos, viudas que comparten sus experiencias sexuales con mujeres más jóvenes y que siempre están dispuestas a un revolcón. Hay una escena en la que Khun Phaen está en la cama con una mujer mayor y muy experimentada y que al hacer el amor con ella siente como si se encontrase en una barquilla en medio de una tempestad. Un poco como la “pobre barquilla” del poema de Lope de Vega, pero con orgasmo incluido.

“Khun Chang Khun Phaen” fue estandarizada, sanitizada y reescrita durante el reinado de Rama II (1809-1824). Si las alusiones al comportamiento desenfadado de Wanthong y de otras mujeres se mantuvieron, posiblemente fuese porque a) estaban firmemente asentadas en la conciencia de la audiencia y no era posible cambiarlas sin alterar significativamente la obra y b) porque realmente respondían a las costumbres de las clases bajas de la sociedad y no se vio la necesidad de embellecer su comportamiento.

Los extranjeros que se asentaban en Ayutthaya no tenían ninguna posibilidad de acceder a las mujeres de la élite. No era raro que tuviesen concubinas entre las mujeres locales. El holandés Gijsbert Heeck en 1656 cuenta que la mayor parte de los holandeses de la factoría “tienen concubinas o mantienen mujeres, para (como dicen) evitar a las prostitutas comunes”. No sé por qué esta explicación me suena a justificación ante el superior, como si le dijesen: “Venga, hombre, que podría ser peor, que podría estar yéndome de putas todas las noches”. Por si quedaban dudas, sus hombres le decían que Dios no les había dotado con la virtud de la abstinencia ni disponían de mujeres holandesas, con lo que, siguiendo lo que decía San Pablo, más valía ese apaño que irse de putas y arder en el infierno. ¡Qué tiempos en los que los fornicadores eran capaces de argumentar utilizando las epístolas paulinas! A nivel de educación hemos perdido mucho.

Bonnie G. Smith en “Women’s History in Global Perspective” dice que existía una práctica de concubinato muy extendida en el Sudeste Asiático, por la que la mujer establecía una suerte de sociedad comercial tácita con su “esposo” extranjero. La mujer le proporcionaba al extranjero contactos locales e información sobre las prácticas sociales y comerciales del lugar, así como sexo. El extranjero, a cambio, le daba regalos y la ponía en contacto con sus redes comerciales. Se podría decir que era una asociación comercial con sexo incluido. Por cierto que esta práctica todavía persistía en la Camboya de los años setenta del siglo XIX, cuando los franceses comenzaron a someterla.

Smith cuenta la historia de una mujer mon, Osoet Pegua, que entre 1630 y 1651 tuvo relaciones consecutivas con tres mercaderes holandeses, con los que tuvo un hijo y tres hijas. Osoet ayudaba a los holandeses a tener acceso a los productos locales y a cambio, conseguía contratos con ellos para suministrarles lo que necesitasen.

A medida que en la segunda mitad del siglo XVII fueron llegando más comerciantes extranjeros, el estatus de las mujeres que entraban en esos matrimonios temporales se fue degradando. No pocas de ellas se convertían poco más o menos en sirvientas que, además, ofrecían sexo y estaban simplemente un escalón por encima de la prostitución pura y dura. Por los testimonios de Ma Huan en el siglo XV y de Heeck, sabemos que la prostitución existía en Ayutthaya y que no eran pocos los comerciantes extranjeros que recurrían a ella.

 

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