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La extraña muerte de Europa (y 2)

Emilio de Miguel Calabiael

(Douglas Murray)

La filósofa francesa Chantal Delsol en “La preocupación contemporánea” (1996) señaló que los europeos habíamos intentado ir más lejos y más alto y habíamos fracasado. Lo que nos había impulsado a intentarlo, nos había fallado y, como consecuencia, en palabras de Delsol: “El gran colapso de los ideales a menudo arrastra tras de sí una especie de cinismo: si toda esperanza está perdida, entonces al menos divirtámonos”. Y eso es lo que están haciendo las sociedades europeas, divertirse de manera superficial y consumista. Para que este mecanismo escapista funcione, tiene que ser compartido por la mayoría de la población y hace falta que la economia funcione. El champán sólo puede fluir si hay dinero en el bolsillo para pagarlo.

Más allá de ese hedonismo, la vida en las democracias liberales modernas es “hasta cierto punto escuálida o superficial” y “ha perdido su sentido de dirección”. Curiosamente hace 30 años Fukuyama en un libro muy diferente en cuanto a optimismo y filosofía (“El fin de la Historia y el último hombre”), también señaló que las democracias no eran lugares para grandes gestas y espíritus elevados. Las democracias no pueden responder a las Grandes Preguntas y a los grandes anhelos. “Si la gente ya no busca las respuestas en las iglesias, simplemente esperamos que puedan encontrar suficiente sentido en visitas ocasionales a una galería de arte o a un club de lectura.” Jürgen Habermas habla de que hay un agujero en el centro de nuestra vida secular, pero ni él, ni Murray dan pistas suficientes sobre cómo rellenarlo.

La filosofía que tenemos se corresponde con este espíritu. Es una filosofía que ya no busca dar respuesta a las grandes preguntas, sino que se obsesiona con cuestiones de lenguaje y con la deconstrucción de lo que hay, sin saber bien con qué quiere reemplazarlo. Y, para rematar, se ve encorsetada por la tiranía de lo políticamente correcto. Murray describe una conferencia a la que asistió y que fue el epítome de esto: “Una sucesión de filósofos e historiadores pasaron el tiempo intentando con denuedo no decir nada de la manera más exitosa posible. Cuanto menos se decía exitósamente, mayor era el alivio y el clamor.”

Ante el declive de la religión y la superficialidad de la filosofía, muchos abrazan el paradigma científico-ateo, que es el predominante y que, casi diría, todo europeo bien educado tiene que abrazar. En “El relojero ciego”, el gran propagador del ateísmo que es Richard Dawkins escribió al comienzo: “Este libro está escrito con la convicción de que nuestra existencia que una vez presentaba el mayor de los misterios, ahora no presenta ningún misterio porque éste ha sido resuelto. Darwin y Wallace [Alfred Russel Wallace presentó una teoría de la evolución por la selección natural independientemente de la de Darwin] lo resolvieron.” Murray piensa que, triunfalismos de Dawkins aparte, mucha gente no siente que el misterio de su existencia haya sido resuelto.

Si hay un escritor que ha sabido retratar este naufragio existencial de Europa, es Michael Houllebecq. En “Las partículas elementales” retrata una sociedad de individuos atomizados, en la que las relaciones humanas sinceras son imposibles. El sexo es lo único que puede ofrecer algo de intimidad, aunque sea una intimidad falsa. No hay ideales, ni busqueda de sentido, ni hacerse preguntas trascendentales. Lo único que hay es consumismo y vidas vacías. Una frase de la novela, que Murray destaca: “En medio del suicidio de Occidente, estaba claro que no tenían oportunidad [se refiere a dos de los protagonistas, que mantienen una relación sentimental que está condenada al fracaso no por nada en especial, sino porque vivimos en un sociedad donde las relaciones están condenadas al fracaso].”

Murray se pregunta si esta cultura que duda y desconfía de sí misma, que se autofustiga por las crueldades que cometió en el pasado, que fueron muchas, como las de cualquier cultura que haya gozado de un poder desmedido, puede persuadir a los inmigrantes que llegan a Europa para que la adopten. Más bien, muchos de estos inmigrantes optan por aferrarse a las certidumbres con las que llegan a Europa. También se pregunta por la contradicción que lleva a los europeos a estar trabajando en los derechos de los homosexuales, los transgénero, las mujeres, al tiempo que acogen una inmigración que está en contra de esos derechos, que viene de países donde homosexuales y transgénero están criminalizados y, a muchos de esos inmigrantes, les parece muy bien que lo estén.

En las últimas páginas, Murray se hace unas reflexiones que vendrían a resumir el sentido del libro: “Si la cultura que modeló Europa Occidental no tiene parte en su futuro, entonces hay otras culturas y tradiciones que seguramente darán un paso al frente para ocupar su puesto. Reinyectar a nuestra propia cultura con un sentido de un propósito más profundo no tiene por qué ser una misión proselitista, sino simplemente una aspiración de la que tenemos que ser conscientes.”

No tengo respuesta a las cuestiones existenciales que plantea Murray. Creo que cuando una tradición religiosa o cultural ha entrado en declive, reanimarla es imposible. Lo más que se consigue es crear una suerte de zombi, que tiene un semblante de vida. Pienso en el ejemplo del Imperio Romano. Cuando cayó, el paganismo y sus valores tradicionales habían entrado en declive y ni todo el empeño del Emperador Juliano el Apóstata (361-363) pudo revertirlo. Lo que salvó al Imperio fue que tenía una religión joven y militante, el cristianismo, que ayudó a Europa a absorber a los bárbaros que la habían invadido y que sirvió para vehicular muchos de los valores tradicionales hacia la Edad Media que siguió. Me pregunto si en la Europa del siglo XXI tenemos algún credo lo suficientemente vivo que pudiera realizar la misma función.

 

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