Emilio de Miguel Calabia el 24 dic, 2020 Cuando el juez le sentenció a tres años de cárcel por homicidio imprudente, Rodrigo pensó que se perdería la boda de su hermana en junio y las visitas de sus hijos en fines de semana alternos y el Real Madrid-Barcelona para el que ya tenía entradas y el retiro en el que la lama les iba a explicar por qué el samsara es el nirvana y no hay separación entre los dos. Lo de los tres años no le caló al principio, acaso porque siempre había vivido al momento y tres años era como decir nunca. Más tarde, en el furgón policial que le llevaba a la cárcel de Estremera, sí que cayó en que tres años eran 36 meses y 1.095 días, que tenía suerte de que ninguno de los tres años fuera bisiesto, y quiso contar cuántas horas y minutos eran tres años, pero sin calculadora no le salía. Le metieron en una celda, que bien hubiera podido ser un cuarto de algún hostal de mala muerte de los muchos en los que se había hospedado cuando viajaba de joven y nadie le decía que algún día tendría que pasar tres años en uno de esos cuartos. Sí, sin la puerta de metal y los barrotes en la ventana, habría podido creerse que estaba en Gante, o en Glasgow o en Santander… Los años de universidad los había pasado viajando con poco presupuesto, sin saber que un día vendría la condena del matrimonio y la de la hipoteca y finalmente la de la cárcel y el mundo se reduciría tanto. Como compañero de celda le pusieron a Gabriel, uno tipo de pelo tupido y entrecano, cara picada y aliento de fumador, que andaría en la cincuentena y había pasado más tiempo dentro que fuera de la cárcel. Gabriel le recibió con la indiferencia del que ha tenido más compañeros de celda de los que puede recordar. “Esa es tu cama”, le dijo a Rodrigo, según entró, y siguió tallando la figura de una sirena en un palo con una navaja albaceteña, que seguramente estaba prohibida en la prisión. Cinco años de matrimonio le habían acostumbrado a recibir órdenes y al silencio, así que, se dijo, mientras el otro no le gritase, aquello sería mejor que cuando vivía con su ex. Y lo cierto es que Gabriel no le gritaba. Era un tipo un poco taciturno, que exudaba tranquilidad. Vivía en su mundo y ese mundo era intenso y quieto de una manera que Rodrigo apenas llegaba a entender. Gabriel hacía todo con mucha concentración, como si el universo se fuera acabar al segundo siguiente y lo más importante fuese lavarse los dientes concienzudamente, o colocar el tenedor de manera correcta en la bandeja, o dejar que los gases del intestino encontraran su vía de salida en un estacato, que casi resultaba armónico. Una tarde, de pronto, Gabriel le dijo: “Córtame las uñas” y le tendió unas tijeritas. No lo dijo con agresividad, pero estaba claro que no esperaba un “no” como respuesta. Era como si estuviese enunciando una ley física: en ese universo concreto estaba establecido que a las cinco de la tarde del martes 13 de mayo Rodrigo le cortaría las uñas a Gabriel. Rodrigo cogió las tijeritas y, extrañamente, no se sintió humillado. Todo era tan normal y entraba tan en el orden de las cosas como esos movimientos peristálticos del estómago sobre los que no tenía ningún control. Mientras le cortaba las uñas, Gabriel, por primera vez en semanas, se puso a hablar largo y tendido: “He pasado más tiempo en la cárcel que en la calle. Al principio lo llevaba mal. Cuando estaba en la cárcel soñaba todo el rato con estar afuera y cuando estaba afuera vivía aterrado con la idea de que me capturaran y me devolvieran a prisión. No era feliz ni aquí, ni allí. Si lo pensaba, estar en la calle no era mucho mejor que estar en la cárcel. Aparte del miedo a la policía, estaban los camellos que me perseguían si tardaba en pagarles, buscar pisos en los que esconderme, a veces un piso distinto cada noche, esquivar a mis enemigos, planear el siguiente atraco y pasar por la taquicardia y los retortijones, cuando gritaba: “Que nadie se mueva. Esto es un atraco” y no sabía lo que ocurriría al segundo siguiente… ¿Y la cárcel? No tienes libertad y a veces estás con miedo a que otro de los presos, con el que estás peleado venga, y te pinche, pero no tienes que preocuparte por dónde vas a dormir, ni por lo que vas a comer. Es entonces cuando te das cuenta que da lo mismo estar en la calle que en la cárcel, que es tu cabeza la que te dice que una es mejor que la otra, cuando no es así. Son las caras de una misma moneda. Inseparables.” Rodrigo había terminado de cortarle las uñas y le escuchaba absorto. No supo porqué pensó en ese momento en su lama. Entonces Gabriel le dijo: “Ahora córtame las de los pies.” Mis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 24 dic, 2020