Emilio de Miguel Calabia el 29 nov, 2020 Desde las tres hasta las cinco estuvo explicándole que hasta ese momento toda su vida había sido una mentira, una huida hacia adelante para no aceptar lo que era, una negación continua de su orientación sexual. Pero todo eso había terminado. Se casó y hasta tuvo un hijo porque no quería reconocer su propio yo. Lamentaba que eso fuese a hacerles sufrir a ella y a Richard, pero la vida es así de puñetera, no eliges lo que eres y a menudo yerras el camino y al rectificar haces daño a alguien. Nos pasamos la vida haciendo daño a otras personas, es casi inevitable. Lo único que te diferencia de los auténticos cabrones es que no disfrutas causando daño. Si estuviera en tus manos, harías lo que fuese necesario para que no le doliese esta situación. Harías lo que fuese necesario, menos aquello que realmente podría enmendar las cosas, que es negar todo lo que dijiste en las dos horas procedentes, volver tranquilamente a tu armario y reanudar tu vida de esposo y padre 100% heterosexual. Cuando hubo terminado, miró a Cristina expectante. Sus ojos no expresaban nada, o sea que expresaba lo mismo que durante los últimos cinco años de su matrimonio. Creyó, si acaso, que estaban más húmedos y pensó que en el globo ocular se estaba formando una borrasca de lágrimas. Pero si los metereólogos se equivocan a pesar de sus estudios, ¡cómo no se iba a equivocar él que de mujeres sabía tan poco, que su experiencia se limitaba a una que además era particularmente inescrutable! Cristina no se echó a llorar. Simplemente le miró con dureza y le dijo con esa voz de sargento que tanto había aprendido a detestar: “Lo que te pasa es que eres un Peter Pan. No quieres ataduras ni compromisos y encima estás llegando pronto a la crisis de los cuarenta.” ¡Dos horas desnudando su alma, explicando todas las cosas que había descubierto sobre sí mismo en los últimos meses, para que le dijesen que era un Peter Pan atravesando una crisis de los cuarenta anticipada! Respondió seco: “Como quieras”. * * * Esa noche hizo una lista con las cosas positivas de divorciarse y las negativas. Detuvo la lista de cosas positivas justo cuando iba a comenzar el segundo folio. Había que refrenar el entusiasmo. En cuanto a la lista de cosas negativas, sólo se le ocurrieron, por orden de prelación: 1) Tendría que aprender a hacer citas con los médicos y a ocuparse de las cosas de los seguros, que de eso siempre se había ocupado Cristina; 2) Le daría un disgusto a su madre, cuando le dijese que se iba a divorciar. Aunque comparado con el disgusto que le dio, saliendo del armario, sería poca cosa; 3) Sólo vería a Richard en fines de semana alternos, aunque no tenía claro si esta rúbrica iba en el lado de lo positivo o de lo negativo. Igual que él asumió su responsabilidad en la compra del dogo, que no es el perro más indicado para un apartamento, y se pasó los nueve años que vivió sacándole tres veces al día,- cuatro en el último año cuando lo del tumor, Cristina debería asumir lo de Richard. Ella fue la que quería ser madre, no él, que nunca pensó que sus genes tuvieran nada especial que los hiciera más merecedores que otros de reproducirse. No es que no lo quisiera. Aguantaba con paciencia su síndrome de déficit de atención y su trastorno obsesivo compulsivo, porque entendía que era su deber, pero también esa su deber pagar impuestos y nadie esperaba que disfrutase con ello. Bueno, tal vez no lo quisiera tanto como se supone que los padres deben querer a los hijos, pero es que querer a Richard era para nota. Si hubiera hecho una lista de los comportamientos de Richard que le sacaban de quicio, habría necesitado un folio más de los que hubiera necesitado para enumerar las ventajas de divorciarse. A vuelapluma se le ocurrieron: preguntar cincuenta y dos veces en un trayecto en coche de veinte minutos “¿cuándo llegamos?”; ponerse a berrear en el cine cuando Pocahontas le dio el beso a John Smith, porque se había enamorado del dibujo animado y sentía celos (acabaron saliendo del cine clandestinamente entre los chists y los insultos del resto de los espectadores); tirar la sopa, tirar la silla y terminar la cena debajo de la mesa; encerrarse en el único cuarto de baño de la casa cuarenta y seis veces al día para lavarse las manos porque ha tocado algo asqueroso, categoría indeterminada que podía incluir los libros del salón, el teléfono, un calcetín y un sinfín de otros objetos que nunca había conseguido memorizar y que hacían que le provocase a Richard crisis de ansiedad continuas bajo la mirada desaprobadora de Cristina. Sí, puede que su instinto paternal no se hubiese despertado lo suficiente y que no fuese el mejor padre del mundo, pero ahí había estado, contándole cuentos para dormirle, llevándole al psicólogo una vez cada quince días, comprándole juguetes para Reyes, viendo con él Mulan cinco veces seguidas… Sí, puede que hasta le echase de menos un poco y que los fines de semana alternos le supiesen escasos, pero había superado airoso contrariedades mayores. * * * Para todo lo pesada que había sido como esposa, Cristina resultó una divorciada de lo más razonable. Se avino a todo y pidió mucho menos de lo que hubieran sido sus derechos. Casi tuvo que obligarla para que aceptase quedarse en el domicilio conyugal con Richard. Álvaro supo por su abogado que la explicación de tanta generosidad era su convicción de que él regresaría con ella, una vez que se hubiese cansado de sus mariconadas y de jugar al Peter Pan. Estuvo en un tris de no firmar el convenio regulador para demostrarle que el Peter Pan homosexual tenía su dignidad, pero su abogado le convenció de que, cuando uno consigue un trato tan bueno como ése, se come el orgullo, la honra y lo que haya que comerse. * * * Alquiló un estudio en Chueca y todos los días fueron la mañana del día de Reyes. Estaba en el centro del mundo, en un sitio donde no paraban de pasar cosas interesantes. La vida era el arco iris de luz y de color, que decía una canción de Disney de su infancia. Estaban las grandes fiestas en casa de desconocidos que a la media hora ya se habían convertido en amigos para toda la vida, con los que podías contar para lo que quisieras; las escapadas de fin de semana en grupo a casas rurales, donde se paseaba un poco, se hacían largas veladas con guitarra y gin-tonics y se terminaba el día follando; estaban las personas interesantes que te encontrabas en todas partes en el barrio, la lesbiana propietaria de una librería feminista, el artista vanguardista que ya había expuesto en Londres, el modisto que iba a participar en la Pasarela Cibeles, el columnista en El País… El sexo era lo que quisieras que fuera; podía ser refinado, como un Vega Sicilia, o rudo y salvaje, como un tetrabrik de Don Simón. Todo valía e irse con chaperos no estaba mal visto, siempre que fuesen guapos. La fealdad era lo único que no se perdonaba en Fairyland. Puede que el hombre no esté hecho para la felicidad. Al cabo de unos meses sintió que tanta mañana del día de Reyes empezaba a cansarle y que quería que en su calendario también hubiese días ordinarios. Fue entonces que conoció a José Luis, un arquitecto, y al poco se fueron a vivir juntos. Lo mejor de estar con otro hombre, aparte del sexo que era formidable, es que se acabaron los silencios enfadados en los que tenías que adivinar lo que le pasaba a tu pareja y los ataques de celos y las peroratas interminables sobre lo que habías hecho mal y lo que hubieras debido hacer en su lugar y la invasión de tu espacio. Eso fue al comienzo de vivir juntos. Más tarde, a medida que pasaban los meses vinieron los silencios enfadados en los que tenías que adivinar lo que le pasaba a tu pareja y los ataques de celos y las peroratas interminables sobre lo que habías hecho mal y lo que hubieras debido hacer en su lugar y la invasión de tu espacio. Y encima el sexo se volvió espaciado, repetitivo y de puro trámite. Tal vez diera lo mismo vivir con una mujer que con un hombre. Tal vez sea que los humanos no estemos hechos para la felicidad ni para la convivencia. Tal vez no haya apartamento lo suficientemente grande como para acoger a dos egoísmos y no hay nadie que no sea egoísta. Puede que José Luis estuviese pensando algo parecido. Una mañana, a la hora del desayuno, hablaron de su relación y se dieron cuenta de que no había nada más que rutina, cansancio y aburrimiento. No les quedaba pasión ni para irritarse el uno al otro. Acordaron separarse de común acuerdo. * * * Dos meses después murió su madre y descubrió que hay dolores y dolores y que los del divorcio y la ruptura con José Luis no tenían nada que ver con éste. La vida dejó de ser una mañana de Reyes interminable, para ser lo que siempre había sido: una combinación de rutinas, penas y algunos buenos momentos, que justificaban lo demás. De pronto sintió que se había hecho mayor y que el próximo en la parrilla de salida era él y que aún le quedaban cosas por hacer, aunque no supiera cuáles. El velatorio tuvo ese carácter irreal de los velatorios, que acaban convirtiéndose en reuniones sociales, donde el muerto no es más que la excusa para el convite, como en la infancia lo eran los cumpleaños y las primeras comuniones. De pronto, entre los procesionarios que hacían cola rigurosa para darle el pésame, vio a Cristina. Se le acercó circunspecta, con la mirada un poco baja. Al llegar a su altura, antes de darle el pésame, le dijo: “Anda, que cómo te has hecho el nudo de la corbata” y con cuidado se lo deshizo y se lo volvió a hacer. El tacto de sus dedos le recordó cuando su madre recién viuda le hizo con quince años su primer nudo de corbata para ir al velatorio de su padre. “Lo siento”, dijo Cristina, pero él seguía pensando en su madre, en su adolescencia y en la vida que iba pasando. Entonces se fijó. Detrás de Cristina estaba Richard. Al parecer llevaba ya como quince minutos en el velatorio y ni había roto nada, ni se había puesto a chillar. Richard se le abrazó y le dijo: “Papá, tengo un juego nuevo de Minecraft, tenemos que jugarlo juntos. ¿Me prometes que lo jugaremos juntos?” Miró un momento a Cristina, sorprendido. “Le han cambiado la medicación”. Hablaron aún un poco, sin saber qué decirse, pero extrañamente no fue una conversación incómoda. Más bien fue como la conversación entre dos desconocidos que se han caído bien, pero que no hablan el mismo idioma. Al final, antes de irse, Cristina le dijo: “Tenemos que quedar un día a tomar café”. “Sí”, respondió y aunque sabía que la propuesta iba mucho más allá de un mero café vespertino, fue sincero. Le apetecía. * * * Se dieron cita en un café de Malasaña, al que habían ido mucho de jóvenes a hacer manitas y más tarde, ya casados, a ignorarse intensamente, actividad que realizaban con más gusto y perfección que la primera. Cuando llegó, Cristina ya estaba allí. La miró por el ventanal, antes de entrar; se estaba mordiendo una uña, que era lo que hacía antes de una entrevista de trabajo o de lanzar el temido “tenemos que hablar”. Sólo recordar esa frase, le provocó una moderada taquicardia y durante una fracción de segundo dudó si la cita habría sido una buena idea. Pero entró, porque hay inercias difíciles de abandonar, como la de ser educado y no dar plantones. Apenas le vio, Cristina dejó de morderse la uña, sonrió y se puso en pie para saludarle. “Se te ve muy bien”, le dijo. “Se ve que la vida homosexual te viene bien”. En otros momentos habría pensado que era una ironía, la preparación del terreno para una pugna dialéctica. Pero no, Cristina seguía sonriendo sin malicia. Simplemente había tratado de ser amable y de darle a entender que aceptaba que estuviera fuera del armario. Pidieron sendos café y dejaron que la conversación se deslizase hacia el terreno inocuo de la nostalgia. Evocaban el pasado con fruición, demorando el momento en el que tendrían que hablar del presente. Fue Cristina la que abrió fuego. – Este tiempo sin ti no ha sido fácil. No éramos la pareja perfecta, pero ninguna lo es. Te he echado mucho de menos. He intentado comprender lo que nos había pasado. He ido a terapeutas, a un brujo candombe que pretendió que tomase sangre de rana y hasta a una tarotista, que me dijo que volveríamos a estar juntos, pero que también podía ser que no volviéramos. – No es tu estilo recurrir a las seudociencias. – Cuando sufres, nada es tu estilo. Si me hubieran dicho que haciéndome un tatuaje de la Pachamama en la frente, se me pasaría el dolor, me lo habría hecho. – Siento haberte hecho tanto daño. – No fuíste tú unicamente. También estuve yo. Podría haberme tomado las cosas de otra manera. Pero cuesta controlar tus propios sentimientos. Y luego está Richard. – ¿Qué tal está? -Ha mejorado con la nueva medicación, pero te echa de menos. Los dos te echamos de menos. ¿Ves? Me repito. Ya te lo había dicho. He aprendido mucho en este año. Soy consciente de las cosas en las que me equivoqué. Un matrimonio no tiene por qué ser una cadena perpetua. Cada uno tiene derecho a su espacio. Si volviéramos a ver juntos y, digamos, las tardes de los viernes te fueras por tu cuenta y no regresaras hasta la madrugada, no te preguntaría nada. Entendería que necesitabas respirar. Todos lo necesitamos. – ¿Qué tal las tardes de los martes y las de los viernes? – Hecho. Mis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 29 nov, 2020