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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La poeta que escribía versos libres (y 7)

Emilio de Miguel Calabia el

Un día al llegar a casa y abrir el buzón se encontró con un sobre rosa, que traía su dirección escrita a pluma. Por descarte, supo que no era carta del banco informándole de que estaba en números rojos, ni requerimiento de pago de la tasa municipal por escuchar poemas malos en parques públicos, ni propaganda del lestaulante chino Tles Delicias, que le oflecía un descuento de tles eulos pol cada plato de pescado inenalable e inidentificado en salsa de soja, ni publicidad de gimnasio que le prometía absominales de hierro y pérdida de diez kilos en dos semanas o de dos kilos en diez semanas, lo que resultase más atractivo y conveniente. Abrió el sobre y se encontró un folio doblado como un origami. Dentro había un poema:

Cadena

Los lazos del amor

Son de hilo dental

Para limpiar el sarro

De las comisuras del corazón.

Sostuvo el papel con mano temblorosa y sintió algo parecido a lo que sentía cuando se pasaba con el vino en la cena, sólo que únicamente había tomado agua. “¿Cómo ha sabido mi dirección postal? Hace sólo dos semanas que me mudé y todavía no le había dado mi nueva dirección.” De pronto, todas las cosas que no se había querido decir en todas esas semanas salieron a la luz. ¿Quería realmente estar con Azucena? ¿No le agobiaba un poco tenerla tan encima, que había dejado de ver a sus amigos y de tener ratos de ocio en los que ella no apareciese? Y la pregunta más insidiosa: ¿era Azucena normal? En su experiencia amorosa, que no era mi poca ni mucha, sino la adecuada para su edad, Azucena desentonaba como una sesentona que fuese a una recepción diplomática en bikini. Estaba a un paso de hacerse la reflexión que ya se agazapaba en el puente troncoencefálico y quería dar un salto al lóbulo frontal para hacerse visible e inescapable. “Tengo que sacar a esta mujer de mi vida”. Pero la inercia, en colaboración con la segunda ley de la termodinámica, pugnaba por llevarle a un estado de mayor entropía.

Sonó el móvil. Ya sabía quién era y hasta hubiera podido adivinar la conversación que seguiría.

– ¿Te gustó el poema?

Otro pensamiento vino a aparecer en el puente troncoencefálico y a chocar con el pensamiento mencionado, que no acababa de dar el salto a la conciencia: “¿Cómo sabe que acabo de leer su poema?”

– ¿Cómo sabías mi dirección postal?- puede que fuese una pregunta, un gemido o un alarido de miedo.

– Pienso en ti, te mando un poema y ¿eso es todo lo que tienes que decirme? Creía que eras distinto, no como esos hombres que me cogían, me follaban y me dejaban tirada. Tal vez me haya equivocado contigo. Tal vez sea mi sino…- A medida que hablaba Azucena iba poniendo un tono más y más sombrío, un tono de mujer al borde de la vía del tren y suena un silbido a lo lejos y un chuk-chuk-chuk…

– No. Es sólo que…- Su comienzo de explicación se perdió en el aire. Azucena ya había colgado.

Pasaron dos, tres minutos. El corazón le palpitaba fuerte y era como si le hubiesen dado un balonazo en el estómago. Marcó el teléfono de Azucena. Estaba llorando.

– No hace falta que digas nada. Me quieres dejar. Lo sé. Han roto conmigo tantas veces que ya no necesito que me lo digan para saber que se ha terminado.

– No, no es eso, es que la carta…

– Te envié el poema con la mejor intención, para que supieras todo lo que te quiero, para que tuvieras la certeza de que siempre podrás confiar en mí.

A menudo una mujer herida establece una suerte de subasta sentimental. Expresa su dolor y espera las palabras de consolación de la otra parte. Si no le parecen suficientes, aumenta la cantidad de dolor que dice estar sintiendo, a ver si la siguiente oferta consoladora de la otra parte es bastante. Y así hasta que obtiene lo que quiere. En el caso de Azucena, la puja que puso fin a sus lamentos fue: “Si estás mal, ¿quieres pasar la noche conmigo aquí, en mi casa?”

Apenas hubo pronunciado las palabras, Manuel supo que había cruzado un umbral peligroso que le llevaría a… no sabía, pero se sentía inquieto. Demasiado tarde recordó las palabras que su madre le decía de pequeño: “Por la caridad entró la peste”.

Hay palabras y acciones que llevamos a cabo que las vivimos como el niño de dos años que lanza al cielo con alegría un juguete y de pronto cae en la cuenta de que la ley de gravedad existe (Newton no la descubrió; cualquier niño de menos de dos años la descubre a la caída 256) y que el puñetero juguete tendrá que volver a caer y lo mismo lo hace sobre su cabeza. Entonces el niño se encoge, confiando en que el juguete caiga lejos o, si le cae encima, al menos no le haga demasiado daño. Así se sentía Manuel: había cruzado un umbral en la relación y no sabía cómo reaccionar cuando Azucena cruzase el umbral de la casa. Tal vez estuviesen en el umbral de… Se estaba repitiendo.

Sonó el timbre demasiado pronto para lo que hubiera querido. No había pensado en una estrategia, en unas palabras, en… pero ya no hacía falta. Azucena lo había pensado todo por los dos.

Entró en tromba con una bolsa de viaje. La dejó en el suelo. Le abrazó, le besó con los ojos todavía humedos por haber llorado. Estrechó su cuerpo contra el suyo. Musitó algo tan tenue, que Manuel no llegó a entenderlo, pero que le sonó a mucho amor. Si hubiera sido más desconfiado, se habría dicho que también las maldiciones se musitan para que el otro no las entienda. Pero no podía pensar mal de una mujer que se le estaba entregando de aquella manera, que le abrazaba como si fuese lo más importante que tenía que hacer en la vida, más importante que respirar trece veces por minuto.

Pasaron dentro y le fue enseñando su pequeño apartamento con orgullo de propietario, como Moctezuma le enseñó Tenochtitlán a Hernán Cortés. Y, como Cortés, Azucena fue haciendo sus conquistas. El cepillo de dientes que colocó en la encimera sobre el lavabo. El camisón que colocó bajo la almohada en el lado izquierdo de la cama. El cuadernillo de escribir poesías, que dejó en la mesita junto al sofá por si le venía la inspiración.

Manuel de alguna manera era consciente de que en unos instantes estaban cruzando un montón de umbrales en la relación, pero el alivio de que Azucena ya no llorase era superior a cualquier inquietud. “¿Estás más tranquila?”, le preguntó y el “sí”, abierto y entusiasta de ella le calmó. Si hubiera leído más Historia, habría sabido que esa sonrisa y ese ”sí” fueron los mismos que se le escaparon a Cortés cuando Moctezuma le enseñó sus tesoros.

El resto de la velada fue de una tranquilidad conyugal. Cenaron un poco de embutido que había en la nevera y lo regaron con dos “Alhambras”. Charlaron de naderías como si el drama de unas horas antes nunca hubiese ocurrido y como si no hubiesen cruzado ningún umbral. Azucena improvisó un poema inspirado por la visión de la colada de Manuel. “Muda demudada. El roce ligero/ de las bragas nuevas,/ antes del primer palomino”. Luego fueron al sofá y se sentaron a ver un rato una serie de Netflix que cumplía con todos los requisitos que quería Azucena. Tanto en la manera dictatorial en que se eligió la serie como en la manera de sentarse con las manos cogidas, pero sin mayores proximaciones eróticas, había una suerte de anticipo de una vida matrimonial que podría extenderse durante décadas y dar lugar a muchos versos libres.

Cuando consideraron que se había hecho lo suficientemente tarde, se levantaron, se dirigieron al dormitorio, se pusieron los respectivos pijama y camisón, fueron al cuarto de baño, se lavaron los dientes, regresaron al dormitorio, se tumbaron en la cama,- ella primero, en el lado izquierdo que se había adjudicado, y apagaron la luz.

En algún momento de la noche, Manuel se incorporó sobresaltado y encendió la luz.

– ¿Qué te pasa?- preguntó ella.

– He tenido un sueño. He soñado que iba por el campo. Había un agujero. Me asomaba. Al fondo del agujero había una jarra de oro. Daba un salto y me metía en el agujero para cogerla. Una vez que la había cogido, me daba cuenta de que las paredes eran de barro, de un barro resbaladizo, cada vez que intentaba treparlas, me escurría y terminaba otra vez en el fondo del agujero.

– ¡Qué sueño más bonito! Así es justo como yo me imagino el amor.

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Emilio de Miguel Calabia el

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