Emilio de Miguel Calabia el 04 abr, 2022 El proceso de divorcio fue ágil. Si el universo, que es una cosa tan grande, está dominado por la segunda ley de la termodinámica que determina que todo sistema pasa de un estado ordenado a otro desordenado, no tenía sentido que algo tan nimio como su matrimonio no estuviese afectado por la misma ley. Tenía que aceptar que su vida conyugal había llegado a su estado de máxima entropía y que lo mejor que podía hacer era abandonarlo, a ver si en alguna parte se producía un nuevo Big Bang amoroso. En todos esos meses, sólo vio a Marisa el día que fueron a firmar los papeles del divorcio. Llevaba un traje de chaqueta rojo que le sentaba muy bien. Se la veía guapísima, mucho más guapa de lo que había estado en los últimos años. O lo mismo sí que había estado así de guapa y era él que no lo había visto. Son tantas las cosas de las que sólo nos damos cuenta demasiado tarde… Llevaba colgado del brazo, a modo de complemento vestimentario indispensable, a un sujeto delgado y no muy alto y con algunas entradas en el pelo. Asumió que sería el famoso Julián con el que había colapsado su función de onda sentimental, aunque no tenía pinta de calzar una gran polla. Tampoco tenía pinta de saber de neutrinos, ni del Big Bang. Lo mismo no era tanto que Marisa se hubiese visto atraída por él, sino que él,- Jesús-, la había expulsado de su vida con actitudes que ya era tarde para rectificar. Muchos pensamientos extemporáneos para un acto tan futil como el de firmar el documento que echa oficialmente el cierre a cinco años de vida en común. Tras la firma, en la puerta del juzgado, cuando se iban a dar el beso en la mejilla de la despedida final, se dio cuenta de que Marisa estaba embarazada. – ¿Estás embarazada? – Sí, de cuatro meses. – ¿Por qué no tuvimos hijos?- fue una pregunta que lanzó al aire, sin que se supiera bien si iba dirigida a Marisa o a sí mismo. Marisa cogió el testigo. – Porque tú no querías. – Yo pensaba que eras tú la que no quería. Ya no hubo más palabras entre los dos, pero en un instante habían resumido lo que fue su matrimonio. * * * El trabajo de Jesús en el Instituto consistía en hacer un catálogo de enanas blancas. La Física es como cualquier otro trabajo. Un montón de curritos hacen el trabajo sucio,- en este caso la recolección tediosa de datos sobre un aspecto muy particular del cosmos-, para que unos pocos Stephen Hawkings formulen sus teorías y se lleven los Premios Nóbeles. La misma situación que en el instituto, cuando los otros feos de la clase y él, organizaban fiestas para ver si ligaban a alguna de las de la clase y al final los que se comían el pastel eran los guaperas de costumbre, que no habían participado en la organización de la fiesta. Su jefe se llamaba Rafael y aunque no contaba enanas blancas, tampoco tenía cara de que se fuera a llevar un Premio Nóbel. Rafael se había especializado en el segundo 10-35 del universo, que es cuando se supone que empezó la inflación posterior al Big Bang. O sea, que sabía muchísimo de un instante ínfimo de la historia del universo y muy poco de todo lo demás. Estaba casado con una señora de Gerona, de nariz puntiaguda y hablar pausado, que le sacaba cinco años y trabajaba en unos laboratorios clínicos. Su señora se llamaba Genoveva, pero todos le decían Veva, porque es un nombre que queda como mal a menos que seas princesa. Hay padres con ínfulas que ponen a sus hijas nombres imposibles, con lo fácil que es llamarlas María o Ana, que es capicúa y sólo tiene tres letras. Como estaba claro que no iban a tener hijos, Rafael y Veva sustituyeron los vástagos por dos gatos y dos perros, todos ellos convenientemente adiestrados y castrados. A ellos, tan detallistas, se les olvidó que existen equivalentes a la castración para los humanos y un día descubrieron que no estaba tan claro que no fueran a tener hijos. Tuvieron una hija a la que pusieron Linda, porque a base de nombrar mascotas, se les había olvidado un poco como funcionaba la onomástica con los humanos. Pronto advirtieron que en aquel pisito de Alberto Aguilera había algún ser vivo que sobraba y tal vez no fuera ninguno de los gatos, ni de los perros, pero lo de dar en adopción, que siempre es una opción con las mascotas, no queda tan bien en el caso de los hijos. Rafael y Jesús se llevaban bien, que es otra manera de decir que se trataban poco, no se contaban sus problemas y sólo mantenían conversaciones extraprofesionales en la pausa del café. Dos semanas después de la firma del divorcio, justo en el momento en que a Linda le estaban saliendo los primeros dientes y sus padres no sumaban entre los dos ocho horas de sueño nocturno, Rafael y Jesús bajaron a la cafetería como casi todos los días. El primero estaba quejoso y somnoliento y el segundo entre aburrido y deprimido, tendiendo más bien a lo segundo. Todo el ritual del café mañanero lo cumplieron a la perfección y hubiera sido una pausa como la de cualquier otro día, si de pronto Jesús no hubiese dicho: “No me gusta el Big Bang”. Rafael pegó un respingo. Se ajustó las gafas como si ver mejor fuera ayudarle con la audición. – ¿Y eso? – Es una teoría poco elegante y deja demasiados cabos sueltos. ¿Qué es eso de que en el vacío, que no es un vacío propiamente dicho, sino un vacío cuántico, que no está tan vacío después de todo, de pronto hay una fluctuación, et voilà, se produce el Big Bang y el universo comienza a existir? Casi que los escritores del Génesis eran más honestos. No tenían ni pajolera idea, pero sabían que metiendo a Dios podían solucionarlo. Nosotros tampoco tenemos ni pajolera idea, pero como somos científicos no podemos reconocerlo y tenemos que inventarnos teorías cada vez más estrafalarias. – Pero, ¿qué te pasa? Jesús iba a tumba abierta y le daba lo mismo lo que pudiera pensar Rafael. Había cogido carrerilla y ya no podía frenarse. – Como el Big Bang no explicaba bien el universo que vemos, nos tuvimos que inventar la inflación. – Un momento, un momento, la inflación…- Jesús podía desbarrar con la teoría cuántica todo lo que quisiera, pero que no se metiera con la inflación que era lo que ponía pan en la mesa de su hija, de sus gatos y de sus perros. – La inflación, mis cojones, la inflación. O sea que de pronto, sin que sepamos por qué durante una fracción de segundo el universo multiplicó su tamaño en mil millones de veces y cuando se le pasó el calentón volvió a expandirse piano piano. Ése soy yo cuando llego a casa que me meo y me pego un carrerón por el pasillo al cuarto de baño y luego salgo que voy como pisando nubes de felicidad. – Mira, si te vas a seguir metiendo con la inflación, me levanto y me voy. – Eso, mejor vayámonos los dos, que me quedan varios millones de enanas blancas que contar y eso sólo en nuestra galaxia. Rafael se levantó y salió muy digno de la cafetería. Jesús se acercó a la barra a pagar. – Corazón, ¡qué gritos!-le dijo la camarera.- Yo creía que los científicos no se peleaban. – Los científicos somos unos capullos. La camarera se rió. Tenía la piel color café con leche y una sonrisa blanca de grandes incisivos. Jesús pensó que sólo por ver esa sonrisa había merecido la pena la bronca con Rafael. * * * Mis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 04 abr, 2022