Emilio de Miguel Calabia el 31 jul, 2019 En el otoño de 1944 Ribbentrop encontró un nuevo campo en el que dar rienda suelta a su estulticia: los gobiernos en el exilio de antiguos vasallos del Eje que habían sido liberados por los Aliados. El principal era el francés. Entre los 25.000 colaboradores y sus familias que se habían retirado con los alemanes, estaban el Mariscal Petain y Pierre Laval que habían sido forzados a acompañarlos. A Ribbentrop le correspondió cuál de estos colaboracionistas sería el de Gaulle alemán. Sometió a cuatro contendientes a una suerte de entrevista de trabajo, de la que escogió al carismático líder del Partido Popular Francés, Jacques Doriot. Antes de ungirle, Ribbentrop le advirtió de que una vez que Francia hubiese sido reconquistada y él instalado en el poder, Alemania retendría Alsacia-Lorena. También ese otoño, ahora que los ejércitos alemanes habían sido prácticamente expulsados de la URSS, Ribbentrop consiguió que Hitler y Himmler accediesen a la constitución de un Ejército de Liberación Ruso, que encabezaría el General Vlassov. Ribbentrop quiso celebrar su constitución en Praga con gran fanfarria: por fin había conseguido meter la nariz en los asuntos rusos, cuando ya no había soldados alemanes en Rusia. Rosenberg contraatacó porque la jugada afectaba a sus competencias virreinales en la URSS. Al final la ceremonia prevista por Ribbentrop quedó reducida a un pequeño acto organizado por la Gestapo y al que no se permitió asistir a Ribbentrop. No obstante, Ribbentrop consiguió un pequeño triunfo: Hitler decretó que, aunque el Comité Vlassov no era soberano, el Ministerio de AAEE gestionaría sus inexistentes relaciones internacionales. A medida que los ejércitos aliados avanzaban hacia Alemania, comenzaron a circular rumores de que tratarían a los líderes nazis como crímenes de guerra. La defensa de Ribbentrop era que él sólo era un patriota que había seguido las instrucciones de Hitler y que siempre había buscado la paz. ¡Qué rápido se le había olvidado su papel en 1939! No obstante, el miedo ser juzgado por los aliados no fue bastante para disminuir su arrogancia. En cierta ocasión, en presencia de Hitler, Goering y Ribbentrop se pelearon por quién estaba más alto, y por tanto más cerca de Hitler, en la lista aliada de criminales de guerra. Se ha criticado a Ribbentrop por no haber intentado entablar algún tipo de conversaciones con los Aliados o con los soviéticos para asegurar al menos una tregua. Las críticas son injustas. En 1943 y 1944 había intentado convencer a Hitler para que accediese a entablar conversaciones de paz con los soviéticos. Hitler rechazó su propuesta con el argumento de que no quería tratar con los soviéticos desde una posición de inferioridad militar. Conociendo las ideas obsesivas de Hitler sobre los eslavos y el bolchevismo, resulta dudoso que nadie hubiera sido capaz de convencerle. Y la posibilidad de negociar a espaldas del Führer resultaba impensable para alguien tan servil como Ribbentrop. A comienzos de 1945 logró que Hitler le dejara iniciar conversaciones con los Aliados occidentales. Hitler le dejó hacer a sabiendas de que se estrellaría, como así ocurrió. Los Aliados no querían oír hablar de nada que no fuera una rendición incondicional. Durante muchos años se había acusado a Ribbentrop de haber descuidado el contacto con los diplomáticos residentes en Berlin. En febrero de 1945, con una Alemania prácticamente derrotada y un cuerpo diplomático reducido, decidió organizar tés semanales en su residencia, milagrosamente respetada por las bombas, para los diplomáticos y periodistas que quedaban. Los tés eran eventos aburridos, donde lo irreal se mezclaba con lo ridículo. Ribbentrop solía someter a sus invitados a largas diatribas sobre el peligro del bolchevismo o cómo la determinación alemana triunfaría al final y conseguiría la victoria. También podían servir para aleccionar a sus invitados sobre la situación internacional. Así, a mediados de marzo, anunció a sus huéspedes que había muy buenas noticias en el frente diplomático: la URSS y Turquía habían suspendido el acuerdo comercial que tenían, lo que presagiaba… ignoro lo que Ribbentrop podía pensar que eso presagiaba, ¿la ruptura de la coalición aliada que para aquel entonces ya era la única esperanza del Reich? Para abril cesó de dar tés. Ya casi no quedaban asistentes. El 23 de abril de 1945, con los soviéticos a las puertas de Berlín y todos los frentes hundiéndose, Ribbentrop aún encontró humor y energías para entablar una nueva guerra burocrática, en esta ocasión con Speer. Speer le había dicho que había discutido con Hitler permitir que los directores de Skoda Works en Bohemia escapasen a Alemania para evitar ser capturados por los rusos. Ribbentrop señaló que la cuestión tenía una faceta diplomática y, por consiguiente, era de la competencia de su Ministerio. Accedió a que la operación se ejecutase, a condición de que el documento dijera “A sugerencia del Ministro de Asuntos Exteriores.” Su último encuentro con su adorado Führer tuvo lugar por esas fechas. En él Hitler le dijo que la guerra estaba perdida. Increíblemente a Ribbentrop le sorprendió la afirmación; cinco semanas antes Hitler aún le había dicho que Alemania ganaría la guerra. Le pidió a Ribbentrop que saliese de Berlín y contactase a los Aliados para decirles que Alemania siempre había querido una alianza con Inglaterra y ofrecerles la creación de un bloque anglo-alemán contra los soviéticos. Ribbentrop tenía que escribir una carta en este sentido y entregársela a los británicos. Bloch se pregunta malignamente si no fue todo un intento de Hitler de alejar a Ribbentrop de Berlín. Bastante duro debía de ser contemplar el hundimiento de Alemania y su propio suicidio, como para encima tener que aguantar a Ribbentrop. Finalmente Hitler le dijo que se sentía traicionado por su propio movimiento, que tal vez hubiera debido llegar al poder diez años más tarde, para haber dispuesto del tiempo necesario para convertirlo en una máquina efectiva. Una semana después, en su testamento, Hitler declaró cesado a Ribbentrop y le sustituyó por el austriaco Seyss-Inquart. Ni tan siquiera se molestó en cubrirle de insultos como había hecho con Goering y Himmler. Cuando en Nüremberg Ribbentrop se enteró de que Hitler ni le había mencionado en sus últimas palabras, comentó con amargura: “Se me hace muy amargo. Se lo di todo. Era leal. Siempre estuve ahí para él. Era muy duro. Yo soportaba su temperamento (…) Esto me duele más que cualquier otra cosa”. Hitler designó al Almirante Doenitz como su sucesor. Lo primero que hizo Doenitz fue tratar de formar un gobierno para rendirse a los Aliados. Como Ministro de AAEE pensó en el predecesor de Ribbentrop, Neurath, pero no sabía dónde encontrarlo. Horrorizado al enterarse, Ribbentrop se entrevistó personalmente con Doenitz. Le insistió en que él era la persona más indicada porque los británicos le conocían y estarían encantados de tratar con él. Doenitz declinó la oferta y le pidió que le sugiriera a un candidato. Ribbentrop dijo que pensaría en uno. Al día siguiente llamó a Doenitz para decirle que sólo podía pensar en sí mismo como candidato. Ribbentrop llevó especialmente mal su cautiverio en Nüremberg. Era un hombre de carácter débil, que no estaba preparado para afrontar el derrumbe de la labor de su vida y que se encontraba sin sus dos grandes apoyos emocionales: Hitler y su mujer. Las autoridades de la prisión le consideraban uno de los principales riesgos de suicidio. Sus únicos momentos un poco alegres eran los interrogatorios, porque entonces podía explayarse sobre su tema favorito: él mismo. La defensa de Ribbentrop en Nüremberg fue tan ridícula como el personaje. Pidió que personajes tales como el Rey Jorge VI o Winston Churchill testificaran para dar fe de su amor por la paz. Aunque se estaba jugando la vida, no podía evitar seguir alabando a su Führer. Al psicólogo que le atendía en la cárcel, le dijo: “… si Hitler entrase en esta habitación en este momento y me ordenase cualquier cosa, la haría inmediatamente sin pensar en las consecuencias”. Esto es síndrome de Estocolmo y lo demás son tonterías. Su abogado acabó renunciando y hubo de ser sustituido por otro, que tampoco consiguió convencerle de que no era una buena línea de defensa afirmar que él se había limitado a obedecer las órdenes de Hitler y a continuación sostener que Hitler había sido un estadista admirable y que siempre estaba en lo correcto. Su defensa ante el Tribunal de Nüremberg resultó tan patética como el personaje. Ribbentrop se enrolló malamente, insistiendo en que no había hecho nada indebido y no asumiendo responsabilidad por nada. Parecía que no hubiese sido el Ministro de AAEE de la Alemania nazi durante siete años, a la vista de la poca responsabilidad que estaba dispuesto a asumir. Curiosamente, las dos últimas semanas de vida, una vez que supo que había sido condenado a muerte, recuperó la dignidad y la compostura, que no había tenido en mejores momentos. Uno se queda con la sospecha de que Ribbentrop en el fondo no era un mal tipo, sino un pobre mediocre que habría sido mucho más feliz si el destino le hubiese permitido seguir en su negocio de venta de vinos. Historia Tags Adolf HitlerAlemania naziJoachim RibbentropJuicios de Nuremberg Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 31 jul, 2019