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Sun Tzu en Gettysburg

Emilio de Miguel Calabia el

El arte de la guerra en Occidente se ha centrado en buscar la batalla decisiva en la que destruir al ejército enemigo. En China la base del arte de la guerra desde Sun Tzu ha sido eliminar la voluntad de combatir del contrario por medios indirectos y sin necesidad de llegar al campo de batalla.

Bevin Alexander en “Sun Tzu en Gettysburg” analiza varias campañas desde la óptica de los principios de Sun Tzu, mostrando cómo los generales que los siguieron vencieron, mientras que aquellos que los ignoraron se estrellaron. Las campañas que analiza son: Saratoga (1777), Yorktown (1781), Waterloo (1815), las campañas de 1862 en el sector oriental en la Guerra de Secesión, la campaña de Gettysburg (1863), Batalla del Marne (1914), la caída de Francia (1940), Stalingrado (1942), Normandía y la liberación de Francia (1944) y el desembarco de Inchon y la intervención china en Corea (1950).

De los muchos principios de Sun Tzu, Alexander se centra en unos pocos y los resalta a lo largo de todo el libro. El primero y principal es: “La guerra es el principal asunto del Estado, la base de la vida y la muerte, el camino hacia la supervivencia o la extinción.” Esto es, la guerra es incierta y destructiva; ni tan siquiera cuando ganas, estás seguro de que haya merecido la pena. Sólo debe recurrirse a ella en último extremo. Esto está muy lejos de la afirmación de von Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Para von Clausewitz, la guerra es un elemento más en la panoplia de instrumentos que el político tiene a su disposición. Tal vez sea el más extremado, pero es una diferencia cuantitativa, no cualitativa.

Un ejemplo muy claro nos lo ofrece el estallido de la I Guerra Mundial, que a menudo ha sido descrito como un fracaso de la diplomacia. Los objetivos capitales de los contendientes eran muy dispares: para el Reino Unido mantener su supremacía marítima y su Imperio colonial; para Alemania, ser la potencia hegemónica en Europa y ver reconocidas sus aspiraciones coloniales en África y Asia; para Francia vengarse de la derrota sufrida en la guerra franco-prusiana de 1871 y recuperar Alsacia y Lorena; para Austria-Hungría eliminar el peligro serbio y mantener a Rusia fuera de los Balcanes; y para Rusia defender su papel como adalid de los eslavos en los Balcanes. Eran intereses bastante encontrados, pero no completamente irresolubles. En “Europe’s last summer” David Fromkin relata las negociaciones diplomáticas entre el asesinato del Archiduque Francisco Fernando el 28 de junio de 1914 y el estallido de la guerra el 28 de julio y queda claro que la guerra no fue inevitable. De hecho muchos de sus protagonistas creyeron hasta el final que podría evitarse.

Si vemos los resultados de la guerra, queda claro que fue muy costosa hasta para los vencedores y que cabe preguntarse si no les habría convenido más un acuerdo del tipo que fuera en el verano de 1914. Austria-Hungría dejó de existir como estado; en Rusia los Romanov cayeron y lo que vino a continuación fue una guerra civil y la dictadura bolchevique; Alemania perdió sus colonias y varios territorios en Europa y como consecuencia de la guerra varios años después caería en las garras del nazismo; el Reino Unido vio ampliado su Imperio colonial, pero salió de la guerra endeudada con EEUU y con los inicios de la agitación anticolonial en la India. Tal vez fuera Francia la que saliera mejor parada, aunque al precio de 1.400.000 muertos y más de cuatro millones de heridos. Eso sí, su manera de gestionar la paz fue tan calamitosa, que contribuyó mucho a que la guerra tuviera un segundo round en cuyos primeros compases Francia fue noqueada.

“El mayor logro de la guerra es atacar los planes del enemigo”. A menudo los generales están tan obsesionados por ejecutar la estrategia que han diseñado, que descuidan tratar de impedir que el enemigo pueda ejecutar su propia estrategia. Un ejemplo es la guerra de independencia de EEUU. La estrategia norteamericana pasaba por impedir que los ingleses les derrotasen, desgastarles y tratar de provocar la intervención de las potencias europeas. En lugar de preguntarse por cual podría ser la estrategia de los rebeldes y cómo contrarrestarla, los ingleses optaron por la estrategia menos sofisticada posible: destruir los ejércitos rebeldes y reocupar las colonias en rebelión. En batallas campales, los ingleses, mejor entrenados, solían ganar siempre; las emboscadas eran otra cuestión. Una estrategia tan primaria era la que más convenía a los rebeldes: podían conservar sus fuerzas rehusando las grandes batallas y, incluso cuando ganaban un combate, los ingleses no dejaban de sufrir desgaste. Por otra parte, ocupar efectivamente un territorio tan extenso, resultaba casi imposible. Como dice Alexander, los ingleses sólo controlaban realmente el territorio sobre el que pisaban sus soldados.

Alexander aventura una estrategia que los ingleses podrían haber empleado y que habría jugado con aquello en lo que ellos eran fuertes (el poderío naval) y habría minimizado las ventajas de los rebeldes (espacio, presencia en muchos puntos y capacidad de levantar tropas y ser más resistentes al desgaste). Piensa que la Royal Navy habría podido bloquear eficazmente las colonias rebeldes. Privados de las importaciones de productos europeos e incapaces de exportar su producción básciamente agraria, los rebeldes se habrían visto progresivamente asfixiados económicamente, posiblemente habrian surgido divisiones entre moderados y radicales y al final habrian estado más dispuestos a llegar a un acuerdo con los ingleses.

“El ejército evita lo sustancial y ataca el vacío”. Sun Tsu se opone a los ataques frontales contra una posición fuerte. Distingue entre “zheng”, las maniobras ortodoxas, y “qi”, las heterodoxas. Con “zheng” uno mantiene fijas a las fuerzas enemigas, mientras que con “qi” golpea donde no se le espera.

Un buen ejemplo es la batalla de Waterloo, en la que Napoleón violó todos los principios bajo los que había conducido las campañas en los 20 años anteriores. Su estrategia en esa batalla fue la del boxeador sonado: golpear y golpear al contrario a ver si cae. Es decir, todo “zheng” y nada de “qi”. El Napoleón de sus mejores tiempos habría visto que un ataque envolvente contra el flanco izquierdo inglés, mientras que parte de su ejército lo mantenía entretenido con ataques frontales, podía darle la victoria.

“Los ejércitos pueden ser victoriosos sólo si el general es capaz y el gobernante no interfiere”. Uno de los misterios de las organizaciones humanas es la tendencia a poner a los más incapaces en la cima. Uno pensaría que en un asunto tan serio como la guerra, en la que hay que dirigir y llevar al combate a miles de hombres, los generales que se pondrían al frente serían los mejores. Pues va a ser que no.

Un ejemplo lo tenemos en la batalla de Waterloo, en la que Napoleón fue derrotado por tres generales: el inglés Wellington, el prusiano Blücher y el francés Ney. Ney fue, con diferencia, el que más contribuyó de los tres a la derrota de Napoleón. Ney fue la peor elección que Napoleón podía haber hecho para mandar el ala izquierda del Ejército, que representaba en torno al 40% de los efectivos franceses. Ney era valiente, pero impulsivo y no muy inteligente. Estaba más dotado para comandar una carga de caballería que para dirigir un ejército desde la retaguardia. En la campaña de Rusia había tenido un comportamiento heroico, pero es posible que saliese de ella con estrés post-traumático. Otro factor que seguramente influyó en su comportamiento durante la campaña fue la certeza de que, después de haber traicionado a los Borbones, si Napoleón era derrotado, su cabeza iría detrás. Y ya, para rematar, Ney sólo se incorporó a su mando dos días antes del inicio de la campaña, con lo que apenas conocía a las tropas que iba a tener que dirigir.

Uno de los grandes defectos de Napoleón (y tenía bastantes) es que no se preocupó por enseñar a sus mariscales a tomar la iniciativa y a actuar con independencia. Ello se debió a su convicción de que era maravilloso, su afán por tenerlo todo bajo control y su desconfianza ante nadie que pudiera hacerle sombra. Esto se haría notar en la campaña de Waterloo en la que un Napoleón cansado y en declive dejó a sus generales más libertad de la habitual, con resultados desastrosos.

El ejemplo más conocido de generales que han de sufrir la interferencia constante de su gobernante es el de Hitler y el Ejército alemán en la II Guerra Mundial. La experiencia militar de Hitler había consistido en combatir como cabo en la I Guerra Mundial. Le interesaban los asuntos militares, pero, como en tantos otros campos, no pasaba de ser un aficionado enteradillo y con una formación incompleta. Lo malo es que no era consciente de sus carencias y estaba convencido de que sabía más sobre la conducción de la guerra que sus generales. La situación se veía todavía agravada por tres actitudes de Hitler. La primera, aprendida en la I Guerra Mundial, era su negativa a ceder un solo palmo de terreno. La segunda, motivada por su creencia en la superioridad de la raza aria y en el triunfo de la voluntad, era la convicción de que lo esencial en la guerra era la moral, lo que le llevaba a descuidar la logística. Finalmente, su instinto era ofensivo, incluso cuando sus tropas se encontraban en desventaja y cuando el sentido común hubiera llevado a adoptar disposiciones defensivas.

El relato que hace Alexander de la campaña de Stalingrado muestra cómo Hitler fue casi tan dañino para los ejércitos alemanes como el mariscal Zhukov. Para empezar, su objetivo esencial en la campaña era destruir el Ejército Rojo y, secundariamente, capturar los campos petroleros del Cáucaso. No se le ocurrió que si conseguía el segundo de los objetivos, la capacidad de combate de la URSS quedaría disminuida. Lo que cuenta no es destruir al adversario, sino quitarle la voluntad de combatir.

Sin embargo, el fallo capital en la campaña sería su obsesión por capturar Stalingrado. Si el objetivo era cortar el tráfico por el Volga, capturar Stalingrado no era imprescindible. Controlar una de las riberas y desde allí bombardear a los transportes fluviales, habría sido suficiente. Peor todavía, las tropas alemanas superaban a las soviéticas en entrenamiento y movilidad. En una lucha casa por casa esas ventajas desaparecían. Esa obsesión por Stalingrado le llevaría al Führer a cometer el error más garrafal y conocido de todos, el que supondría la aniquilación de los 250.000 soldados del VI Ejército. Me refiero a su negativa a que el VI Ejército lanzase un ataque para romper el cerco de las tropas soviéticas a finales de noviembre. En esos primeros momentos del asedio, ese ataque habría tenido éxito seguramente y el VI Ejército habría escapado a la trampa intacto. Hitler no autorizó esa ruptura del cerco por su obsesión con no ceder ni una pulgada de terreno y su rechazo a abandonar Stalingrado. Un ejemplo de cómo la interferencia de un mal gobernante en los asuntos militares puede causar un desastre.

“La manera de evitar lo que es fuerte es golpear lo que es débil”. Dicho de otra manera: “Igual que el agua busca el camino más fácil hacia el mar, los ejércitos deberían evitar los obstáculos y buscar las vías de menor resistencia.” Durante la campaña de 1862, cuando McClellan trató de conquistar la capital confederada de Richmond mediante el desembarco de 100.000 soldados en la península al sur de la capital, la reacción del Presidente Davies y de su asesor militar Robert E. Lee fue la obvia e inimaginativa de contraatacar a las tropas nordistas en la península. Stonewall Jackson, tal vez el mejor general sudista y desde luego uno que aplicaba las máximas de Sun Tzu, aunque nunca lo hubiera leído, propuso una estrategia alternativa: atacar el norte, ahora que estaba desguarnecido. Si Davies y Lee hubieran seguido la estrategia que proponía Jackson, sin duda las tropas nordistas en la península habrían reembarcado para defender el norte. El resultado buscado, su retirada, se habría conseguido igualmente y a un coste en vidas mucho menor.

Y una última receta de Sun Tzu, importantísima: “Quien descuella en la guerra busca la victoria mediante la estrategia, no mediante los hombres”; en otras palabras, uno no busca ganar mediante el sacrificio de sus hombres, sino que trata de hacerlo evitando ese sacrificio. Jackson era uno de esos generales que evitaba sacrificar a sus hombres. Fue el primero en la Guerra de Secesión que se dio cuenta de que con los nuevos rifles con un alcance cuatro veces mayor que los de las guerras napoleónicas, cargar a bayoneta calada contra el enemigo como en tiempos de Napoleón, era un suicidio. También se dio cuenta de que los nuevos rifles daban la ventaja al defensor, si ocupaba una posición bien protegida. La táctica que ideó para evitar las cargas inútiles fue bien sencilla: se trataba de escoger terrenos aptos para la defensa, construir parapetos y provocar que el enemigo le atacara. Una solución que garantizaría pocas bajas entre sus hombres.

Comparemos esta tactica con la que empleó Lee en Gettysburg. Allí Lee se pasó tres días haciendo que sus hombres cargaran contra las fuertes posiciones de los nordistas. Al tercer día en un intento de romper el centro de la posición nordista, Lee ordenó que 15.000 hombres cargaran contra las posiciones preparadas de los nordistas y con fuego artillero de enfilada, corriendo a campo abierto por unos 1.200 metros. El resultado fue el esperable: la carga fracasó y la mitad de los hombres murieron. Incluso si hubieran conseguido conquistar las posiciones nordistas, ese logro se habría hecho a un precio en víctimas muy elevado. Justo lo contrario de lo que hubiera hecho Jackson.

Alexander muestra convincentemente la superioridad de aquellos comandantes que aplicaron, a menudo por instinto, la máximas de Sun Tzu. En todos los casos lograron derrotar a generales más convencionales. Pero me queda una duda: ¿qué ocurriría si dos seguidores de Sun Tzu se enfrentaran y los dos quisieran utilizar las mismas añagazas contra el adversario?

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