Ayer llovió todo el día, y esta mañana me he ido, con cierto mosqueo, a ver “Noé”, la película de Darren Aranofsky, en la que también cae lo suyo. Creo que hay que ser respetuoso con los deseos de la distribuidora de que no se lancen opiniones hasta el día de su estreno, el próximo viernes. Por otra parte, confieso que la mía está en cuarentena en parte por ese respeto que digo y en parte porque tengo que secarla un poco del chaparrón. Me hace gracia que Anthony Hopkins haga de Matusalén sin apenas maquillaje y que toda la familia de Noé esté delgada como leznas, pues son frugales y vegetarianos, y que Russell Crowe, el padre y patrón, esté bien orondo, como si se diera sus propios festines a espaldas de los suyos. Pero, fuera de estos detalles sin importancia, la película de Aranofsky plantea varias ideas muy interesantes acerca de la humanidad, la de entonces y la de ahora, y de eso que se llama, tanto, sostenibilidad. También deja ver su impronta actual en asuntos como la religión y el fundamentalismo, y sobre la ley natural y la espiritual. Y en una historia tan fantástica en la que los protagonistas son los animales, quizá se les tenga en la película en un muy segundo plano. No he visto ni un león, por decir algo. Y por si sirve de orientación a lo que opinaré de ella cuando tenga que hacerlo, diré que no me importaría verla otra vez de aquí a que se estrene, o después.
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