Llego algo tarde al estreno de “El último traje”, película argentina de Pablo Solarz que me obliga, como casi siempre, a confesar mi admiración por Miguel Ángel Solá, uno de esos actores, pocos, a los que le intentas contener en un calificativo elogioso y se le queda de inmediato pequeño. Su interpretación de un anciano, un sastre judío, es tan magistral que la consigue mover dentro de sí como si fuera una pelotita de ping-pong, en cada plano, en cada secuencia, en cada momento y sentimiento convierte a su complejísimo personaje en alguien que se construye ante tus ojos, tan frágil como duro, tan puñetero como encantador, tan enigmático como transparente…
La película es un viaje, una “trenmovie”, pero todo el movimiento es el puro reflejo del ajetreo emocional de ese anciano que necesita atar un hilo esencial y roto de su vida. Sus encuentros y anécdotas durante el viaje (con Ángela, Molina, con Natalia Verbeke, con Julia Beerhold…) le dan color y movilidad a la historia, aunque está toda entera contenida en ese viejo sastre judío que no renuncia, a pesar de las dificultades, a esa cosa tan digna que es hacer lo que debes. Para ello, Solá no ha tenido más que cargarse con unos años que no tiene, pues sospecho que esa voluntad terca y digna de hacer lo que debe, con el sacrificio que sea, la lleva escrita en su adn de actor.
Lamentablemente, el cine español no tiene últimamente la sagacidad para atraer el talento de Miguel Ángel Solá al interior de sus historias (¿alguien lo vio sin admirarse en aquella serie titulada “Desaparecida”?, ¿alguien vio alguna vez a un actor agigantarse tanto que consiga empequeñecer a Eduard Fernández, como hizo él en “Fausto 5.0”?, ¿alguien ha podido olvidar “Plenilunio” o “Sé quién eres”?…). Ahora, se refugia en lo (también) suyo, en el teatro y en Argentina. Hay que encontrar el estímulo, el cebo, para que regrese y haga aquí ese gran, único, personaje en el que cualquier guionista o director está pensando. O debería.
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