Pablo M. Díez el 10 may, 2011 Lo confieso: me ha entrado el “pekinazo”. La vuelta de Japón no podía haber resultado más traumática. Y eso que venía de la catástrofe del tsunami y el desastre nuclear de Fukushima. Pero, nada más aterrizar en un Pekín grisáceo donde no se ven el sol ni el azul del cielo, la contaminación parece peor que las fugas radiactivas de la siniestrada planta nipona. Aunque se supone que el aeropuerto de Pekín es el mayor del mundo y tiene no sé cuántas puertas de embarque, nos dejan en medio de la pista. Probablemente por miedo a que estemos radiactivos, como se puede intuir a tenor de las mascarillas y del contador Geiger con que dos técnicos entran en el aparato para medirlo. Pekín desde mi ventana: bajo la nube no de radiactividad, sino de contaminación Pekín, bajo la nube no de radiactividad, sino de contaminación Lo peor, sin duda, es tomar un taxi. Por habitual, pasaré por alto que el coche apesta a ajo y sudorosa humanidad, pero el conductor está tan repanchingado en su asiento que apenas me deja sitio atrás. El tipo viste chándal, habla a gritos por el móvil y se corta los padrastros de los dedos mientras conduce. Nada que ver con los exquisitos taxistas nipones, ataviados con traje, corbata, gorra y hasta guantes y con unas formas tan refinadas que ya quisieran no sólo los conductores chinos, sino muchos universitarios españoles. Al llegar a casa tras sufrir el atasco nuestro de cada día, me aguarda un nuevo embotellamiento. Hay tres ascensores, pero dos están ocupados por un ruidoso enjambre de chinos que acarrean mesas y sillas de oficina y aprietan a golpes los botones para que no se cierren las puertas. Apenas hay sitio porque han inundado todo el pasillo con lo que parece ser una mudanza. Menos mal que aún queda un tercer ascensor que ya está bajando a la primera planta. Pero, cuando finalmente se abre su puerta, resulta que también está lleno de más gente y más mobiliario de oficina. Me recuerda a la famosa escena del camarote abarrotado de los Hermanos Marx en “Una noche en la ópera”, solo que aquí falta alguien con un bigote pintado a lo Groucho pidiendo dos huevos duros. Al subir a mi planta, el suelo del corredor está tan sucio que parece que ha habido una merienda no de negros, sino de chinos, si es que ambos términos son políticamente correctos y se pueden emplear. Si no, pido disculpas y solo diré que el pasillo está hecho una guarrada: papeles por el suelo, una bolsa de basura junto a una puerta porque a su inquilino le cuesta andar cinco pasos para depositarla en alguno de los tres cubos de la escalera y colillas alrededor del cenicero y bajo el letrero de “Prohibido fumar” (la pelea de todos los días con los oficinistas de los apartamentos de al lado, que por cierto distan años luz de los enchaquetados oficinistas de Tokio, quienes solo pierden la dignidad y la corbata cuando salen del trabajo y se emborrachan en los karaokes). Lo sorprendente de Tokio, una megalópolis densamente poblada que llega a los 30 millones de habitantes incluyendo sus áreas metropolitanas, no es solo su perfecto orden, sino su limpieza. Sobre todo si tenemos en cuenta que en las calles no hay papeleras y, aun así, nadie tira nada al suelo. Todo un ejemplo del civismo de los japoneses. Hogar, dulce hogar, por fin. Opto por aislarme del mundanal ruido navegando por internet. Bienvenidos a China. La “Gran Muralla cibernética” ralentiza hasta tal punto las páginas “web”, sobre todo las extranjeras y especialmente las de noticias, que me cuesta dos horas descargarme los 14 “megas” de la edición en PDF del periódico ABC. Algo que en Japón, y con una conexión móvil 3G, apenas me llevaba un minuto. Desisto del intento y me voy a cenar con una amiga, por supuesto a un japonés con chef nipón que trae el “sushi” de la lonja tokiota de Tsukiji. Aunque acabe de volver de Japón, estoy tan enganchado al pescado crudo que prefiero dejar para dejar otro día los “dumplings” y el pato laqueado, que también me encantan. En el restaurante, y luego en el garito de moda contemplando bellezas orientales de piernas esculturales inversamente proporcionales a la longitud de sus minifaldas, me reconcilio con China y el resto del mundo. Ay, si no fuera por sus mujeres, cualquiera aguantaba el “pekinazo”. Otros temas Tags accidentecensurachinacontaminaciondumplingeducacionfugasfukushimagraninternetlaqueadomodalesmurallanuclearpatopekinpekinazoradiactivassuciedadsushitaxistastsukijitsunami Comentarios Pablo M. Díez el 10 may, 2011
Entrevista íntegra a la Nobel de la Paz María Ressa: “Las elecciones de Filipinas son un ejemplo de la desinformación en las redes sociales”