Termino la cobertura del tsunami y el desastre nuclear de Japón, que durante más de un mes me ha llevado por los pueblos costeros devastados por las olas gigantes, como Otsuchi, Rikuzentakata o Natori, y algunas de las áreas evacuadas en torno a la siniestra planta atómica de Fukushima 1, incluyendo la “zona muerta” desalojada y recientemente cerrada por el Gobierno. A la tensión y la emoción de presenciar los efectos de una catástrofe natural se ha sumado aquí la amenaza de las fugas radiactivas.
Una incertidumbre bastante adictiva que me ha llevado a tomar unas precauciones especiales cuando viajaba hasta lugares como Iitate, el más afectado por la radiación pese a hallarse a 40 kilómetros de la central, Miamisoma, a 25 kilómetros, o Futaba, a sólo siete kilómetros. Además de no permanecer en Futaba más de tres horas, había que vestir un traje aislante con botas de plástico, mascarilla, guantes y gafas especiales.
En torno a la central nuclear, donde los operarios siguen intentando controlar los escapes de los reactores, Futaba es una ciudad fantasma de edificios derruidos o abandonados a toda prisa, algunos con la ropa aún colgada, las puertas abiertas o las bicicletas de los niños tiradas junto a los columpios. Con el asfalto resquebrajado por
el terremoto, muchas carreteras están cortadas por puentes y postes eléctricos caídos. Por sus calles desiertas vagan perros famélicos a los que sus dueños dejaron atrás en su precipitada huida.