Real Madrid y Atlético de Madrid dieron un ejemplo a Europa y al mundo de educación y deportividad en la final de la Champions de Lisboa. La UEFA y los portugueses alabaron el comportamiento de dos aficiones que compartieron días de fiesta en el evento deportivo europeo más importante de cada año. Ni siquiera el cambio de triunfo en el minuto 93 provocó incidentes porque algún seguidor se sobrepasara en restregarse al contrario el empate y la victoria en la prórroga. No. Había amistad de muchos años y todos saben que el fútbol es una veleta. Nadie se creyó más que nadie. Los aficionados estaban mezclados, con familias de blancos y rojiblancos y novias que siempre juegan enfrente, con el contrario, para animar las relaciones.
Los incondicionales del Madrid y del Atlético comieron juntos o al lado. Cantaron sus himnos y otras letras. Y ahí se quedó todo. Después del partido, todo siguió igual. Se cenó y se compartieron terrazas con respeto y cariño al perdedor. Lisboa presenció ese ejemplo. De educación, de civismo y de españolidad. Los dos bandos llevaron banderas de sus equipos bordadas con la bandera española. Eternos rivales en el fútbol, unidos por su país. Una cosa es el juego de la rivalidad deportiva, que es eso, un juego, y otra cosa es hablar de sentimientos mucho más importantes.
Recuerdo que en la final de la Champions 2000 se prohibió a las aficiones madridista y valencianista extender una gran bandera española. ¿Por qué? Nunca lo entendimos. Nunca lo entendió nadie. Era una demostración de unidad en lo principal, en lo primordial, por encima del enfrentamiento futbolístico. Era el mejor mensaje de deportividad. Ahora, madridistas y rojiblancos podrían repetirlo. Debería permitirse. Sería una bandera estrella de la cordialidad. Una estelada de respeto, educación y deportividad.
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