Tuvo que ponerse de perfil para poder pasar por la puerta. Primero entró media luna amarilla chillón y, poco a poco, aparecieron una pierna y la cabeza. Iba avergonzado; nunca hubiera pensado que algún día llevaría puestos unos leotardos amarillos, como los de las niñas.
Su madre no pudo evitar una sonrisa al verlo entrar en el salón, y le dijo, anda, pasa Javi, que aún tengo que pegarte bien la cartulina. Jajajaja, rompió la mujer en una carcajada, mientras el hijo, diez años, permanecía serio y callado, como los reos que suben al patíbulo.
Javi iba vestido de ficha de parchís, algo que no le hacía mucha gracia, la verdad. Pero él era obediente, y tranquilo. Nació así, y podía quedarse horas sentado en una silla si le decían tú quietecito ahí, sin moverte. No le importaba mucho la quietud exterior mientras en su mente se libraran las más asombrosas batallas entre lo real y lo imaginario, entre la vida y la ficción.
En el colegio, la señorita Pilar había decidido que aquel año toda la clase se disfrazaría de parchís para el carnaval. Y a él le había tocado ser ficha amarilla. Quedaban solo dos días para el desfile por las calles del pueblo y sus compañeros estaban nerviosos ante tal acontecimiento. Les gustaba ensayar en el patio, durante el recreo, e incluso jugaban a un parchís imaginario que Javi parecía observar muy atento sin prestar la más mínima atención.
Cada día, al volver a casa, tenía que ponerse aquel traje después de merendar para que su madre diera los últimos retoques, mientras su hermana se reía de él y le gastaba bromas sobre lo mono que estaba con aquellos leotardos amarillos que subían por sus piernas hasta desaparecer bajo el caparazón redondo. Él no se enfadaba mucho, la dejaba hacer, como dando su beneplácito al derecho de la niña a divertirse, aunque fuera a su costa. Él lo comprendía todo.
Llegó el gran día. Una hora antes, la maestra les esperaba en el colegio para dar las últimas instrucciones sobre la posición de cada uno en el desfile. Tú, Mario, junto a Teresa; Gabriel y Luis al fondo, no lo olvidéis. Y tú, Javi, siempre al lado de Cristina, que es el cubilete de las fichas amarillas. Los dados, por favor, todos detrás de los cuatro cubiletes.
Tras el ensayo y de camino ya a la plaza, Javi desapareció y volvió a su casa, donde desde la ventana la madre esperaba impaciente ver a su hijo pasar. El niño abrió la puerta y subió a su cuarto, al que tuvo que entrar de perfil, como por todos los marcos de las puertas cuando iba vestido de ficha de parchís. Mientras pasaba el desfile, la mujer sintió la presencia de alguien junto a ella. En un principio creyó que era la gata pero, al volverse, allí estaba Javi muy serio junto a ella como un sol resplandeciente.
-Pero hijo, ¡el desfile!, exclamó la mujer.
-No voy a ir, mamá, contestó el niño.
Y ella supo que aquello era verdad, que su hijo no iría al desfile por mucho que ella se empeñara, y tuvo la certeza allí mismo de que nada podría convencerle. Solo tuvo que mirar a sus ojos, entre fijos y abismados, para comprenderlo. Incluso, en el fondo, hasta estuvo de acuerdo.
El desfile transcurría, los niños de su clase pasaban en ese momento bajo su ventana mirando asombrados a la mujer junto a la ficha amarilla que faltaba entre ellos. Cuando llegaban a la esquina de la calle, ya cerca de la Iglesia, Cristina, el cubilete, volvió la cabeza y le lanzó un beso.
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