El poeta Juan Antonio Villacañas se despierta bruscamente sin saber dónde está. Sin darse cuenta, se ha quedado dormido sobre su escritorio, mientras por la ventana se cuela una cálida brisa de mayo moviendo suavemente el visillo. Antes de levantar la cabeza, sus ojos tropiezan con la pequeña escultura de Kalato, su amigo el escultor. Viéndola así, con la mejilla pegada a la mesa, desde el alucinado despertar del ensueño, la figura, en horizontal, toma el aspecto de un ángel caído con rostro de ave de presa agarrado a una rama o cornisa de forma fálica.
Cuando el poeta, al fin, se yergue, la escultura, en vertical, vuelve a reflejar lo que siempre pensó que reflejaba: un ser andrógino, demoníaco, replegado en sí mismo, de rodillas, como si acabara de caer de las alturas o cogiera impulso para iniciar un gran salto, con la cabeza dislocada escudriñando de reojo el entorno amenazante y un brazo con forma de ala elevándose hacia el cielo del que ha sido expulsado pero desplegándose sobre el propio ser como un manto protector o una guadaña.
El poeta ladea de nuevo la cabeza para volver a ver la figura en horizontal. De repente, ese ser demoníaco pasa a convertirse nuevamente en un ser desguarnecido, caído sobre una rama o cornisa erecta como un sexo masculino, agarrándose a ella con miedo y alivio mientras otea lo que hay abajo, la vida que le espera en caso de seguir cayendo.
El sexo y la muerte, el desamparo y la lujuria, el íntimo cobijo y el entorno acechante se mezclan en esta escultura sin necesidad de palabras, mediante un lenguaje de miradas fusionadas tan antiguo como la propia piedra.
Kalato sonreía aquella mañana que visitó al poeta en su casa del casco histórico de Toledo. Por fin, le había traído la escultura tantas veces prometida y juntos tomaron unas cervezas y hablaron, como siempre, de la vida. Desde aquel día, “Desnudo de mujer” había acompañado las largas horas de trabajo del escritor, testigo pétreo de los primeros esbozos de poemas de aquel libro que tituló “Los vagos pensamientos”.
“Gigante oculto. Amor en miniatura.
Alegre amor. Amor de la amargura.
Pena que ríe milagrosamente”.
Este poema, un soneto llamado “Grito para el amor”, descansaba ahora inconcluso en un folio blanco. La verdad es que se le resistía, se quejó para sí el poeta; no hallaba forma de terminarlo.
Entonces volvió a mirar la escultura, esta vez muy fijamente, y a su mente asomaron lejanos recuerdos casi olvidados, piel del verano, calor humedecido junto al cauce del río, risas, miradas, primeros besos, caricias clandestinas cerca del Tajo, en soledad amena…
Y Villacañas concluye el soneto:
“Roca que duerme. Sueño que se toca.
Prenda de los amantes. Amor mío,
que has vuelto loca a esta palabra, loca”.
El poeta se levanta, abandona la estancia y cierra la puerta. Sobre la mesa, la extraña figura esculpida por Kalato parece sonreír atrapada en su carnalidad de piedra.