La elección de la palabra indignado fue un golpe semántico maestro. El término lleva implícita la superioridad moral del sujeto y, ante los ojos de buena parte de la población, hasta un halo de ejemplaridad. El poder sólo es fuerza, pero la autoridad es fuerza conseguida mediante el prestigio o la legitimidad. En este caso, la de quien no se ha sometido a ninguna elección. La condición de indignado es la más cómoda del mundo, pues nada se le exige al sujeto a cambio precisamente del prestigio. No hace falta estar orgulloso de la propia obra para cabrearse, formar una turba enfurecida y romper lo que uno encuentre a su paso. La amenaza de las marquesinas rotas y la toma de las plazas es una mezcla entre el poder bruto de una masa y una supuesta autoridad que dimana de una fuente tan difusa como una suposición: la de que el cabreado lo estará por algo. El indignado puede exigir servicios públicos, por ejemplo, sin proponer cómo costearlos ni preocuparse por si son rentables.
En la representación de los trabajadores, la broma lingüística es la palabra liberado, que significa “Que dentro de una empresa trabaja en exclusiva para un organismo político, sindical o administrativo”. Liberado quiere decir lo que parece en los chistes sobre el jardín del Edén en el que aquéllos viven. La paradoja es que quienes representan a los trabajadores son precisamente los que no trabajan. Muchos de estos vocablos que designan a sindicalistas, indignados, políticamente correctos y otros brahmanes están ligados porque en la práctica se refieren al mismo colectivo. Hace dos días decíamos aquí que el perroflauta defiende siempre las causas aparentemente justas que casi nunca lo son. Pero la cuadrícula ideológica de los ortodoxos se refiere a mucho más que a convertir los centros de trabajo en esos balnearios urbanos que la gente denomina ahora spas.
Racismo.
El principal corsé del lenguaje prohíbe llamar a los grupos raciales directamente por sus apelativos. Un negro es un hombre de raza negra y un rumano es un ciudadano de origen rumano, pero un murciano es un murciano. El diario políticamente correcto, impulsor de la mayoría de los corsés periodísticos en España, no dice gitanos, sino “ciudadanos de origen romaní”. Romaní no es una etnia, sino una lengua, así que eso equivale a llamarle a un asturiano “ciudadano de origen bable”. Los que no tenemos prejuicios contra los gitanos escribimos sencillamente gitano. Todo lo patrio le suena mal al flutedog, que para no decir jamás España recurre a eufemismos como este país o circunloquios como El Estado español.
Feminismo radical.
El testimonio de la mujer prevalece sobre el del varón. En España, eso justifica la detención masiva de hombres inocentes para perseguir malos tratos, se hayan producido éstos o no. El Sistema feminista imparte cursillos para enseñar a periodistas y juristas cómo deben pensar. Los líderes políticamente correctos retuercen el lenguaje sin pudor en busca de votos. José Antonio Griñán dijo “estoy muy contenta” en un mitin. Juan José Ibarretxe repetía “vascos y vascas”. Íñigo Urkullu dice incluso “presos y presas”.
Israel.
Los palestinos tienen razón en todos los conflictos, ocurra lo que ocurra. Ser feminista y propalestino simultáneamente es coherente.
Próxima entrega: el discurso perrofláutico sobre la religión, la corrupción, el gasto público, la crisis del ébola, los desahucios y los jóvenes.
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