En el contencioso gibraltareño, al menos desde que Fabian Picardo está al frente del Peñón, el Gobierno británico parece haberse acoplado a la diferencia horaria con su colonia y va una hora por detrás. David Cameron optó por hacer oídos sordos a las demandas de España de reanudar las negociaciones sobre la soberanía, a las que está obligado por la Declaración de Bruselas de 1984, tal vez pensando que el Ejecutivo de Mariano Rajoy seguiría la línea buenista de su antecesor, José Luis Rodríguez Zapatero.
Cameron tal vez cree que, como sucede en el Reino Unido, hay cuestiones que son política de Estado y que gobierne quien gobierne se mantiene una misma línea. En España, por desgracia, no sucede así. Al contrario, el consenso brilla por su ausencia y cada partido actúa por su cuenta, sin consultar a la oposición para nada.
No lo ha hecho ahora el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, como tampoco lo hizo en su momento Miguel Ángel Moratinos, al embarcarse en una iniciativa que, pudo ser muy voluntariosa, pero que terminó arrojando un balance muy favorable para los intereses gibraltareños y escasamente útil para los de España.
Aquel famoso Foro Trilateral de Diálogo fue una panacea para Gibraltar y por eso, cuando Picardo, supo que García-Margallo lo daba por muerto, decidió jugar la carta nacionalista al máximo. La víctima propiciatoria fueron los barcos españoles que faenan en las aguas que rodean el Peñón. Al ministro principal no le importó que la subsistencia de doscientas familias de la Bahía de Algeciras dependiera de la pesca en esas aguas, mientras los gibraltareños viven cómodamente, favoreciéndose también de muchos servicios en España, e incluso alegando que el Peñón da trabajo a más de 7.000 españoles, que si no estarían en el paro. Hay algo del rico presuntuoso, que, además, espera que se le agradezca públicamente que dé de comer a los pobres que trabajan para él.
Lo cierto es que Picardo hizo del asunto de la pesca su caballo de batalla y comenzó su batería de provocaciones a España, contando con la aquiescencia de Londres. Después de todo, España llevaba ocho años sin molestar.
Todo cambió cuando comenzaron las largas colas de vehículos en el paso de la Verja, que incomodaban a turistas y españoles, pero también a muchos gibraltareños que no podían llegar en un santiamén a sus casas de Sotogrande para disfrutar del fin de semana. Entonces llegaron las protestas y cuando García-Margallo dijo en ABC que “se ha acabado el recreo con Gibraltar” y que habrá medidas para defender los intereses españoles, Londres empezó a movilizarse.
Es la hora del Reino Unido. La hora de que el Gobierno de Cameron, que ahora dice estar preocupado, ponga en su sitio a las autoridades gibraltareñas. Salvo que no le importe que las relaciones con uno de sus socios y aliados se vean cada vez más deterioradas por la irresponsable actitud de quienes gobiernan el Peñón, y se haya llegado a un nivel de enfrentamiento entre Madrid y Londres que no se recuerda en muchos años.
Gibraltar