Cruzando la plaza de Tirso de Molina, repleta de carteles de conciertos, obras de teatro, manifestaciones y otras convocatorias, le señalé a mi pequeña la imagen del World Press Photo premiado este año. Una instantánea del asesino del embajador ruso en Ankara, un joven policía de 22 años con la pistola aún en la mano en el momento que grita: «¡Alepo, venganza!», junto el cuerpo del diplomático tendido en el suelo en segundo plano, obra del fotoperiodista Burhan Ozbilici. Le dije que esa imagen había ocurrido de verdad. «¿Eso es real?», me preguntó sorprendida. Para reflexionar en voz alta que «te puedes creer algo de internet que no es cierto. Como eso de que a Trump no le gusta los niños o esa máquina para pintar uñas que es mentira». Tiene tan sólo nueve años y ya sabe que existen las fake news y la publicidad engañosa.
Habrá un momento que la secuencia del chupito mortífero en el juicio en el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia por crímenes de guerra durante el conflicto de los Balcanes también parecerá que no sucedió. El exlíder militar serbocroata Slobodan Praljak entrará a formar parte de las imágenes que superan la ficción, que desvanecen los contornos de la realidad, instalando la duda si no fuera porque se emitieron en directo.
A María Dolores de Cospedal también le clavaron una de Gila y su «¿es la guerra?». Un humorista ruso se identificó como el ministro letón de Defensa y se ofreció a compartir información de los servicios de inteligencia sobre el papel de Rusia en el conflicto catalán. Carles Puigdemont no era otro que un espía ruso apodado «Cipollino». Mi hija que le llama «Fichlemon» se lo hubiera creído. Es lo que también le ha ocurrido a la República, que en un sólo un mes se ha demostrado su irrealidad y su inconsistencia. Ni Forcadell ni Junqueras saben ya distinguir entre la verdad y la mentira si están en el Parlament o delante del juez Llanera.
«Fue una llamada muy rara» reconoció Cospedal como si estuviera recordando lo del diferido. Después de la broma, quiere liderar una estrategia en la Comisión de Defensa del Congreso contra la «guerra de la información». Y justo coincide cuando las personas que están a su mando bajo la secretaria general del Partido Popular serán procesadas por la destrucción de pruebas de los ordenadores de Bárcenas. Ese que tiene que aguantar su vela.
Con el extesorero juegan a que «todo es falso», aunque ya añadió Mariano Rajoy, «que salvo alguna cosa». Le gustarían retratarlo como al personaje siniestro de El adversario. Un extorsionador de poca monta, incapaz de afrontar que su vida se construye sólo en mentiras, tan bien tejidas que ha creado una red irreal. Alguien tan narcisista y perverso que antes de reconocer una existencia paralela decide ejecutar de forma metódica a toda su familia. Como él mismo expresaba a través de las palabras de La caída de Camus: «Si hubiese podido suicidarme y luego ver las caras de todos, la cosa habría valido la pena». Emmanuel Carrère descubre la clave del falso doctor Romand: «Una mentira, normalmente, sirve para encubrir una verdad, algo vergonzoso, quizá pero real. La suya no encubría nada».
Estaba vacío. Igual que los discos duros de los ordenadores de Bárcenas. Con la desventaja de que fue el propio PP quién le entregó al juez Pablo Ruz el protocolo de «borrado seguro» que habían seguido: rayarlos 35 veces antes de destruirlos y tirarlos a la basura. Ya en mayo de 2013 señaló el hombre del que todos reniegan cuál sería su verdadero quebradero de cabeza: «Si han desaparecido, el partido tiene un problema de credibilidad». Y en esas seguimos.
Actualidad Marisa Galleroel