No imagino mayor premio que el de observar un atardecer en Roma, desde la hamaca de una terraza privilegiada, con la compañía adecuada. Y soñar. Para los que conocemos Roma de verdad, ese caos circulatorio, esa mezcla de ruidos de motos y de palomas volando en masa, esos olores extraños entre el orégano y la gasolina y esos colores rojos, son inolvidables. “Roma è vera”. No es una ciudad con “pose” como París, ni una ciudad de acero como Nueva York, ni una triste como Praga. Roma podría ser esa exuberante hermana mayor de Lisboa y Sevilla, porque solo ellas tienen una luz y un sonido tan especial, tan de verdad, tan delicioso.
Por eso nos parece acertadísimo elegir Roma para una película como “La Gran Belleza”. Independientemente de que la trama y algunas escenas sean surrealistas y a veces cansen, Paolo Sorrentino ha conseguido capturar la belleza con gran “finezza”.
La colina del Janículo en Roma, un lugar con vistas impresionantes, es el primer escenario. Jep Gambardella, un periodista seductor, desencantado y “bon vivant” interpretado magistralmente por Tony Servillo, busca la ilusión de nuevo, soñando con volver a escribir una novela mientras disfruta de Roma desde su terraza.
Decenas de imágenes de los impresionantes Museos Capitolinos – los más antiguos del mundo –nublan al espectador con ese exceso de belleza tan brutal. Los personajes, elegantes y contradictorios se pasean por salones, despachos y jardines de ensueño. Incluso las mesas, las vajillas, la comida que se sirve y las bebidas, son deliciosamente atractivas.
“Il Fontanone” del Janículo, el acueducto del “Acqua Paola”, las balaustradas, templos y suelos de impresión, mantienen a la audiencia con el silencio y la boca abierta del que admira la belleza a bocajarro.
Pero sin duda, sin ninguna duda, la belleza de los trajes de chaqueta del protagonista, saltan a la vista desde las primeras escenas. Convierten a un hombre corriente de 60 años en un armónico conquistador. El carisma del actor, el del personaje y su manera de vestir, nos hacen casi enamorarnos de ese hombre desesperado y cansado de la vida. No puede ser. Y solo entonces descubrimos que el autor de esos impecables trajes es el magnífico Cesare Attolini, el mejor sastre del mundo. Lo sabía…
Y así, rodeados de obras de arte en piedra y en tela, entre la decadencia y el paraíso, la fotografía de esta película abruma y agota por ser un manantial apabullante de belleza exagerada. Un festín visual, un poema de admiración a la gran belleza, a la gran Roma.
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