Un nuevo libro sobre Don Cristobal, escrito por la hija del mejor cortador de su taller madrileño, sale a la venta.
“Con esas manos, no se puede hacer nada bonito” le dijo con firmeza Cristobal Balenciaga a Juan Emilas Goenaga, que se convirtió más tarde en Maestro de Sastrería de su taller en Madrid. Una generación después fue Juan Mari, el hijo de Emilas Goenaga, el que paso a ser cortador del taller y responsable de muchos de sus encargos. Es ahora Mariu, la hija de Juan Mari, la que nos deleita con un libro que desgrana el funcionamiento de los talleres y la personalidad de Balenciaga.
Para el gran público, Balenciaga fue el mago de las prendas historiadas y elegantes, si bien lo suyo era más la sastrería que la fantasía. Su formación en la ciudad de Burdeos le puso a punto en el campo de la sastrería, mientras que su tiempo en París con Jacques Doucet, le convirtió en un gran artífice de vestidos de noche.
Como tantos otros modistos, Balenciaga en sus inicios compró dibujos, patrones y vestidos que -al llegar a su taller- montaba y desmontaba en un autentico trabajo de desguace para estudiar meticulosamente cada pieza, enseñando luego la técnica a su propio equipo. No en vano, había a comenzado a jugar con retales a los 3 años, en la escuela de costura de su madre.
A Cristobal Balenciaga no le interesaba la moda. Le interesaba la obra y el desarrollo de un estilo propio que consiguió hacer patente: el sello Balenciaga. Creó sucesivamente siluetas y conceptos jamás vistos antes, superando a todos sus coetáneos y convirtiéndose en ejemplo para los que llegaron después.
Capaz de convertir un sencillo abrigo en una obra escultural de una sola costura, el modisto estaba obsesionado con el cuello y la clavícula de la mujer, con el movimiento y la elegancia natural, más cercano al erotismo japonés que a los parámetros occidentales de belleza. Por ello, basculaba las prendas para despejar la zona de la nuca, y los peinados, tocados y sombreros eran clave en sus creaciones de “feminidad contenida” que no ensalzaban la carne, el pecho, ni el escote.
El trabajo interior de una prenda era todo un mundo de frunces, estiramientos, embebidos, picados, pinzas, cortes, entretelas y organzas, aparentemente sencillas en el exterior pero complejas en su interior: a imagen y semejante del maestro.
Tímido, pudoroso, discreto, meticuloso, maniático y exigente, vivía cual monje dedicado a su trabajo. Todo esto y su profunda creencia religiosa, contrastaba con su vida privada, misteriosa y desconocida para el público.
Su estrecha relación con dos colaboradores, Vlazdio D’Attainville primero y Ramón Esparza años más tarde, supuso en su vida un complemento perfecto de apoyo y compañía. D’Attainville murió en 1948 durante una operación quirúrgica, dejando desolado a Balenciaga. Ramón Esparza compartió trabajo y vida privada con Balenciaga hasta la muerte del maestro.
La Reina María Cristina se hizo clienta suya durante sus épocas en San Sebastian, a sabiendas de que el joven había sido aleccionado por Doucet, un verdadero maestro en la época. Tendría Balenciaga 20 años y recordaba claramente que cuando fue a efectuar la primera prueba a la reina en el Palacio de Miramar.