Mírate, ahí estás otra vez. A sus plantas. Como si no hubiera tantos años de por medio, como si el tiempo se hubiera parado en la misma luz de una tarde escurridiza y efímera a la que Ella siempre viste de dulzura. Te arrancaron de pronto las cicatrices de los años pero no perdiste lo mejor que te dejaron, y por eso no quieres separarte ni un momento de las vidas que laten a tu lado.
La bendices con más fuerza que nunca por ir a verla en la mejor compañía que soñaste, y por cada vez que has faltado de su sonrisa maternal, aunque no dejaras de recordarla, sube la dificultad del trago en la garganta. Ahí estás otra vez, pensando como un iluso que no está mirando a otro, que el corazón está listo para salir volando cuando la necesites en noches lejanas o en mañanas en que no la tendrás más que en un recuerdo.
Se han ido los afanes de los primeros años y ahora, cuando te dejas caer de tarde en tarde por su camarín de azulejos o la buscas iluminada por la majestad de sus candelabros, renace todo bruñido con el oro de la plenitud de estos días que piensas mejores. Ahí estás, otra vez, como si la música dulce que entonces ni siquiera era un nombre nunca se te hubiera callado dentro. Ahí estás, mirando lo nuevo del manto romántico y recordando lo eterno de la mirada que nunca olvidas. Quién asociará noviembre a las tinieblas, teniendo una luz como Ella. La miras y rezas, y piensas que quienes van contigo no tendrán, como tú, protección más dulce ni mejor Amparo.
Liturgia de los días Luis Mirandael