Ese último paso hasta llegar a la Virgen de los Dolores, ese momento de escalofrío que recorre todo el cuerpo cuando se mira cómo las lágrimas parecen caer de verdad, esa sensación de eternidad cuando el cuerpo se inclina a su mano derecha, no cambiarían aunque la escena se repitiese todos los años. Lo de menos es que el ritual sea una vez cada lustro y que en ocasiones especiales la Señora quiera ofrecerse así a los suyos; lo de más es que su presencia no genera ni rutina esclava ni costumbre: en su presencia parece que cada visita es la primera.
Al besamanos de la Virgen de los Dolores, como a aquellos momentos en que se está cerca de las grandes imágenes, se va sin planes, porque Ella es capaz de desbaratarlos. No será el momento de fijarse en un detalle que sólo sea visible tan cerca, porque envolverá el momento en la bruma sublime de lo sagrado con un calambrazo de sobrecogimiento, y lo que el alma notará será mucho más bello que lo que vea el ojo. Por eso al pasar y dejar el beso en la mano, casi sin atreverse a levantar la mirada ante tanta majestad, muchos no salen de la iglesia, sino que se sientan en los bancos y rezan un poco más, ya en una altura algo más baja que la de Ella, y hacen el momento en que recibe.
Lo demás quedará en lo íntimo del recuerdo, y como Ella cambió una vez para apenas tener que cambiar nunca más, ni falta que le hace, casi habrá que mirar bien para ver de qué año era cada una de las estampas que se quedaron clavadas. Si acaso se guardará la mano dulce y que parece no tener huesos, la mano derecha que tantas oraciones escucha, porque para Ella un beso es también una avemaría en un gesto, un puñal que se le alivia en el alma. En Córdoba habrá Semana Santa, la Semana Santa que Ella ayudó a salvar en los peores tiempos, mientras el momento en que el alma se acerca a la Virgen de los Dolores parezca siempre irrepetible y único.