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Blogs La capilla de San Álvaro por Luis Miranda

El que ha vivido

Las potencias del alma reconstruirán el momento exacto, la luz precisa y hasta la temperatura con que tanto se disfrutó algún año

El que ha vivido
Manto y candelabros de cola de Nuestra Señora Reina de los Mártires. FOTO: RAFAEL CARMONA
Luis Miranda el

Quizá la Esperanza más virtuosa, la que lleva mayúscula, sea la que empieza en esta Cuaresma en que la Semana Santa parece no estar a la vista. No será un espejismo de pasos que no han de llegar y de gozos que todavía tendrán que tardar mucho, sino una espera cierta que resonará con el estremecimiento del primer versículo del profeta -«Convertíos a mí de todo corazón; con ayuno, con llanto, con luto»-, seguirá por la promesa de hacer el bien sin exhibiciones -«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos»- y terminará en el momento en que la ceniza cae en la cabeza y recuerda a dónde habrá que volver el día menos pensado.

Con las casullas moradas, la invitación a la austeridad y a la limosna y el corazón contrito que busca no desperdiciar también este año, pero también con las tardes largas y la luz inconfundible, el alma se llena de una Esperanza que no se desvanecerá con la certeza de que al término de los cuarenta días no habrá más gozo que el que se reviva y el que se quiera tener en la liturgia, que no será poco.

La Esperanza en este tiempo está llena de confianza, porque al menos llenará de sentido un tiempo que no necesita justificarse con procesiones. Son los días en que la memoria reconstruye los mejores recuerdos y arrincona las tardes insulsas y los malos momentos en el cuarto de las ratas, la época en que los Cristos en sus altares parecen predicar el Evangelio con la boca. Llegan ratos en que las marchas suenan perfectas sin cesar y el que pasea al caer el sol puede tener la ilusión de que se encontrará una cruz de guía al volver cualquier esquina.

Pasará esta Cuaresma, como en tantas, que al llegar a cierta calle las potencias del alma reconstruirán el momento exacto, la luz precisa y hasta la temperatura con que tanto se disfrutó algún año. Y dará igual entonces lo que pase este Domingo de Ramos: el que ha vivido una vez no tendrá más que mirarse dentro y recuperar, como si lo proyectase en la ahora vacía pared encalada, la candelería consumida de aquel palio, y sabrá que es posible no dejar de vivirlo nunca.

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