En el quinario del Santo Sepulcro de este año la cruz presidía el altar donde reposaba el Cristo muerto que parecía servirle de raíz. Como en los códices antiguos, la cruz triunfante emergía del Cordero Místico que acababa de sacrificarse por todos nosotros, y los lienzos blancos, asemejando a la paloma del Espíritu, descendían de ella junto a la sangre derramada.
El Padre había clavado la cruz en el centro del tiempo para dar un eje al universo y un sentido a la eternidad. «La cruz permanece firme mientras el mundo da vueltas», dicen los cartujos. En verdad los cartujos hablan poco, pero cuando lo hacen prueban su discernimiento. La cruz, el sencillo madero que soportó el humano martirio de Cristo, es el genuino símbolo de su misión redentora. Porque nada como la cruz puede reflejar la simpleza y la perplejidad de los hombres, el duro itinerario de sus vidas, sus permanentes vía crucis, los inciertos caminos trabados de encrucijadas en los que nos debatimos entre el bien y el mal, entre la verdad y la duda, entre la inocencia y la culpa, entre la fe y la desesperanza. Todos hicimos la cruz, todos la cargamos, todos la levantamos sobre el Calvario, todos somos crucificados en ella, todos morimos en ella, pero también todos somos redimidos por ella. Sólo Cristo no era merecedor de la cruz, del sufrimiento y de la muerte, pues era Dios. Pero quiso la cruz para ser como nosotros, para ser un hombre verdadero. Y con esa elección voluntaria se hizo en verdad hombre y, al ser hombre y Dios a la vez, nos salvó a los demás hombres y nos hizo definitivamente hijos del Padre a través de la cruz…
Por cierto, señor Alcalde, ya que hablamos de la cruz, que es la guía de nuestra vida cristiana y cofrade, permítame una pregunta, extensiva al señor Durán: ¿En esa pretendida escuela municipal de costaleros que anuncia para Córdoba —pública, por tanto, y promovida por el PSOE— tendrá cabida en algún lugar un crucifijo?…
Cuaresmario
