Las cofradías y la Semana Santa pueden ser objeto de amores y odios apasionados. Entre sus amantes, no siempre están los creyentes. Hay quienes aman a las cofradías desde el ateísmo. Como también hay muchos creyentes, incluso curas y obispos, que las aborrecen. Amar y despreciar a las cofradías no necesariamente tiene que ser cosa de creyentes o no creyentes.
Sin embargo, entre estas dos posiciones antagónicas, pero claras, hay sectores que, por su tibieza, causan cierta irritación, cierto sonrojo a medio camino entre el humor, la piedad, y el esperpento. Pretenden aprovecharse de las cofradías, poniéndole una vela a la Virgen de los Dolores y otra al ideario del partido.
En política, hay gestores que, clarísimamente, tienen entre sus objetivos arrinconar todo lo que se refiera a la religión y devolverla a las catacumbas. Sin embargo, si huelen que revestirse de cofrade les da votos, no dudan en coger la vara y caminar pintureros junto al estandarte de turno.
Pero mientras que con una mano sostienen su metal cincelado, rematado casi siempre por una cruz, con la otra votan (o apoyan a quienes han votado) a favor de retirar los crucifijos de las escuelas, a los capellanes de los hospitales, la cultura religiosa de la educación, los belenes y villancicos de los centros docentes, la idea de Navidad de las felicitaciones, la vida a los fetos… (a los humanos, por supuesto; a los del lince ni pensarlo)…
No es estético, ni parece coherente, alentar acciones hostiles hacia la raíz que sustenta a la Semana Santa: la cruz y su polisemia, y a la vez, poniendo cara de devoto, pedirle a los cofrades el voto.
Cuaresmario Luis Mirandael