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Blogs La capilla de San Álvaro por Luis Miranda

Azahar marchitado

Luis Miranda el

¿En qué se diferencia noviembre de marzo, julio de los últimos días de febrero, si en todos esos días hay cuenta atrás para el día en que sale la cofradía propia, si hay quien no deja de escuchar marchas en ningún momento? Quizá octubre fuera un tiempo propicio para la añoranza hace unos pocos años, porque desde hace demasiado tiempo es el momento del snack o del picar entre horas. ¿Para qué sirve la Cuaresma, en suma, en este tiempo en que parece que la Semana Santa está viniendo en agosto y se le recuerda en junio como si ya estuviese pinchándose la flor?
Sería bonito decir que es el momento de la preparación espiritual para la Semana Santa y para la Pascua, y que después del siempre sugestivo momento de recibir la ceniza en la frente, y una vez que se cae la cruz que recuerda que somos polvo y al polvo hemos de volver, la voluntad de retirarse, rezar, ayunar y compartir con los demás está presente los cuarenta días. El cofrade además le añade otra cosa, nada menor, y es la preparación y la dulce llegada de la Semana Santa, que acompañan como un presentimiento gozoso en estos días.
De él depende que la Cuaresma, en esta vivencia personal y sutil, sea de días especiales, más hermosos por ser más cortos y excepcionales, o el final de una carrera de fondo, los hectómetros últimos de una maratón que siempre se hacen cuesta arriba en parte por el cansancio y en parte también por cierta trampa psicológica que llega cuando el final está tan cerca que sin embargo parece que no va a llegar. En el segundo caso lleva consigo el riesgo de la decepción, porque lo que se ha deseado tanto tiempo, y con tantas señales, puede no ser tan hermoso como en los sueños, y eso sucede en la Semana Santa que, como bien dicen los que saben, es una fiesta mejor contada que vivida.
En el primer caso, en cambio, tiene siempre una plenitud humilde porque no pocas veces ni siquiera está prevista. Ocurre cuando los ambones y las columnas de las iglesias tienen colgaduras moradas, cuando no hay un paso en la iglesia, pero sí una imagen en el altar de cultos y sobre todo hay personas rezando delante. Pasa en el momento en que el abrigo sobra, cuando sin medir las horas se sabe que la tarde es mucho más larga, y hay algo en el corazón que invita a esperar hasta el momento preciso sin dejar de disfrutar ni uno solo de los días anteriores.
Antes era el momento en que se veían carteles en los escaparates, cuando se escuchaban marchas a todas horas y se repasaba algún pregón como para prepararse para lo que llega. La trampa de bucle de las redes sociales y la impaciencia de tantos las pone hoy a todas horas, como si no hubiese un día en que no se pudiese echar de menos a la Semana Santa, como si en la vida no hubiese nada más que mereciese la pena. Antes se llamaba a Meteorología un rato antes y se miraba al cielo y hoy la gente se pregunta a cada momento por el tiempo, como si se quisieran ahorrar el montaje de los pasos o dejar a la banda sin coger el autobús. Son otros tiempos, y quizá por eso en este año seco y cálido de tan malos presagios el azahar haya llegado un mes antes y se marche sin conocer el olor de la cera de ningún nazareno ensimismado. En muchas calles ya seduce con esa fragancia que parece emborrachar con dulzura y que evoca tantas noches templadas, pero su presencia es como una trampa, como un anuncio todavía lejano, como algo fuera de tiempo. Como si la espera se hubiera sobado tanto que al llegar la Semana Santa la dulce expectación se haya marchitado.

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