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Blogs Jugar con Cabeza por Federico Marín Bellón

Pienso en mi padre y me echo a llorar

Federico Marín Bellónel

Pienso en mi padre, pienso en mi hija y se me saltan las lágrimas de alegría. Cuando yo era pequeño y España nunca ganaba nada, nuestros mayores nos recordaban (¿recordaban?) que quienes eran buenos de verdad eran los jugadores de su época, que el fútbol era otra cosa, con cinco delanteros, y que entonces la técnica parecía cosa de otra galaxia, como la muñeca de Santana, pero sin galácticos ni jabulanis. Bastaba un balón de cuero, qué digo de cuero, bastaba un trapo bien enrollado y dos postes de pega para que la magia echara a rodar en la plaza de la iglesia. Uno, que aunque no lo supiera ya tenía algo de vocación, desconfiaba siempre de aquellas fuentes y revisaba cada dato que se dejaba mirar, sin adsl ni nada semejante.

Resulta que, quitando la furia sin guinda de Amberes y el gol de Marcelino, España tampoco era nada. Mi padre, que además es del Atleti, apenas había tenido el consuelo de las victorias domésticas. Son demasiadas décadas de frustraciones, con dos efectos secundarios dispares: un carácter alegre a prueba de adversidades y un marcado fatalismo en cuanto el árbitro abre el telón. El otro día descubrí en mi suegro síntomas muy parecidos. Ambos comparten generación y colores. Pienso también en los padres futboleros que han muerto sin llevarse esta alegría y me rasgo por dentro.

Yo soy un producto de todo aquello, con una infancia marcada por el gol de Luis y el agujero del otro Reina, el que no ganaba ni sonreía. Llegado al ecuador de la vida (el cálculo es provisional), me enfrento a la final de nuestras vidas, la última que nos queda por ganar sin arrimar otro hombro que el de soñar más fuerte. Más analítico y menos apasionado, características que sólo te pueden granjear una merecida mala fama, ahora incluso me pongo la roja y me entero de las tonterías del pulpo. Pero sigo admirando a Del Bosque, a Xavi, a Iniesta y a Busquets, a los que piensan sin hacer ruido. Han conseguido el milagro de convencer a todos, aunque sea a posteriori, de que hay otra forma de hacer las cosas, por más que tipos como Puyol siempre hagan falta.

Luego está mi hija, una privilegiada de ocho años que ya saltó con la cara pintada en la Eurocopa, que ahora baila los goles del Mundial y ha crecido con ejemplos de la talla de Gasol y Nadal. No sabe la suerte que tiene y, si todo va bien, no lo sabrá nunca, pero crecerá con otra fe y otra manera de ver la vida y a su propio país. El domingo mi padre y su nieta se citan con la historia y con todos nosotros. A ver si hay suerte y esta vez nadie llega tarde.

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