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Mortier

Federico Ysart el
El último estreno de Mortier

Tiene razón mi amigo Domingo cuando dice que Mortier nunca tuvo miedo a ser distinto o a asumir riesgos. Quizá sea lo más preciso que he leído de cuantos comentarios han despedido al director teatral belga en la hora de su muerte.

Gerard Mortier dedicó su vida profesional a un género artístico que conjuga las bellas artes desde diversas perspectivas. Música, drama, poesía, canto, danza, actuación, escenografía… Hizo primar las artes escénicas sobre la música y su interpretación; desarticuló el repertorio para introducir a nuevos creadores; creó una red de colaboradores inexpugnable; convirtió en noticia los teatros que dirigió.

Su último empeño, el estreno mundial en Madrid de Brokeback Mountain, la versión operística de la película oscarizada sobre el amor homosexual en el lejano oeste, tuvo el éxito publicitario que pretendió con un patio de butacas cuajado de prensa internacional. Y poco más. La partitura atonal de Wourinen no produjo emociones, y el aforo no se cubrió.

Su afán por atraer a los teatros que dirigió públicos nuevos provocó las ausencias de otros. Más que una opción de disfrute y entretenimiento pretendió convertir la ópera en un motivo para el debate y la rebeldía, como el cine de mensaje o los cantautores de los años 60. Ese afán por épater le bourgeoisie le hacía despreciar el bel canto y gran parte del repertorio tradicional.

Realmente nada de todo esto es demasiado nuevo en el mundo de la ópera, que desde su nacimiento ha sido un duelo dialéctico entre tradición y renovación, entre elitismo y populismo. Las primeras óperas nacieron de las cameratas florentinas, élites musicales promotoras  de movimientos renovadores, como  el Renacimiento lo fue restableciendo las luces agostadas durante la Edad Media. Renovadores que volvieron a la tradición perdida de los cásicos griegos cuyos personajes mitológicos alimentaron aquellas primeras obras. De ellas nos queda en pié el Orfeo de Monteverdi.

Desde aquellos inicios del siglo XVII la historia de este género teatral es un continuo ir y venir en torno a la supremacía de uno u otro de sus diversos componentes artísticos, música, canto, interpretación, escenografía. Y también una sucesión de formas que desde el minimalismo llegan hasta la exuberancia, tanto musical como dramáticamente, y de ahí vuelven a lo anterior.

Siempre ha sido así. Mediado el siguiente siglo la ópera barroca, la de Scarlatti y Vivaldi en la que la música apabulla los textos, deja paso a nuevas formas. Un punto y aparte que ejemplifica Gluck con su Orfeo y Euridice; menor virtuosismo vocal para acentuar la música las dimensiones del drama o la comedia. Y ahí están el Don Giovanni o el Cosi fan tutte de Mozart.

Sin salir de Italia por hacer breve el cuento, la evolución natural de aquella nueva concepción del teatro musical desemboca en el belcantismo de La Sonnambula de Bellini o el Donizetti de La Fille du Regiment.  Y pronto, otra ola reformadora, segunda mitad del XIX, deja paso a una nueva concepción más natural, diríamos, de la interpretación vocal. El Verdi de Rigoletto y Otello, el paso al verismo de la Cavalleria Rusticana de Mascagni, y enseguida al romanticismo modernista de la Tosca o La Boheme de Puccini.

Dentro de este continuum de reformas, la aportación de Mortier ha sido una más. Interesante. Y arriesgada; durante sus cuatro temporadas inconclusas en el Teatro Real otros coliseos nacionales engrosaron sus taquillas: la Maestranza sevillana, el Liceu barcelonés, el Reina Sofía valenciano, el Eskalduna de Bilbao…

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