En el transcurso de una guerra una de las máximas incertidumbres y peligros, es la de tener que enfrentarse, y por lo tanto, sufrir los incesantes bombardeos. Bombas que vienen de un enemigo que no se ve, pero que se oye, y cómo esos artefactos cargados de muerte se van acercando a sus objetivos.
La ciudad de Londres, como otras muchas, lo vivió en la Segunda Guerra Mundial, en el conocido Blitz (del alemán Blitz) término con el que se conoce a los bombardeos sostenidos en el Reino Unido por parte de la Alemania nazi que se llevaron a cabo entre 1940 y 1941. En ese momento de los principios de la guerra, los planes de Adolf Hitler y Hermann Göring eran destruir la Real Fuerza Aérea Británica (RAF), para permitir la invasión de las islas, pero en algo estaban fallando y, en respuesta a un ataque de la RAF a Berlín, que a su vez fue provocado por un bombardeo alemán accidental de Londres, cambiaron sus tácticas a un bombardeo sostenido de objetivos civiles.
Los londinenses generaron un espíritu ante esa adversidad producida, el «espíritu blitz». Un término que ha tenido una larga vida útil y ha llegado hasta nuestros días. Después de los bombardeos, incluso los periodistas en el extranjero afirmaron ver el espíritu en juego entre los londinenses valientes que optaron por caminar kilometros para trabajar en lugar de quedarse aterrorizados en casa. Pocos eslóganes de la Segunda Guerra Mundial han florecido tanto desde su finalización, salvo tal vez el conocido y puesto de moda en los últimos años Keep Calm and Carry on (Mantén la calma y continúa), un póster producido por el gobierno en 1939, al inicio de la guerra, con el objetivo de subir la moral de la ciudadanía del país bajo amenaza de una invasión inminente, pero que nunca fue lanzado para exhibición pública durante la guerra, pero que captura lo que ahora se entiende que se encuentra en el núcleo del estoicismo británico en tiempos de guerra.
Lo que significa el término nunca se ha definido con precisión, pero sugiere resistencia frente a las adversidades inesperadas, manteniendo un vínculo común entre los ciudadanos que se enfrentan ante una amenaza compartida y permanecen tranquilos o alegres a pesar de la calamidad. Todos estos son sentimientos que pueden llegar a definir la reacción popular británica a los bombardeos enemigos durante la guerra. Y que en estos tiempos actuales de virus es de total actualidad y necesario para todo el mundo.
Este contexto histórico lo describió la escritora británica Penelope Fitzgerald (Lincoln, 1916 – Londres, 2000) en 1980, con Voces humanas (Impedimenta, 2019). Una novela en la que se centra en juntar periodismo y el deber de informar y trabajar, con el deber de la lucha porque la rutina diaria no sea truncada. Una rutina en la que se anteponen los intereses personales por los profesionales, aunque por mucho que se quiera, los personales terminan aflorando y ganando a los anteriores; ya que los personajes de la novela de Fitzgerald, son periodistas comprometidos que no dudan en mantenerse en sus puestos de trabajo a pesar del miedo a esos bombardeos alemanes, por lo que no dudan en seguir ofreciendo el servicio de información desde la British Broadcasting Corporation (BBC) que sufrió un ataque aéreo como el resto del país, y en dónde trabajan entre ellos, Sam Brooks, el excéntrico director de Programas Grabados, que siente verdadera pasión por su trabajo; en este ambiente de máxima tensión, intentará ampararse en el refugio que le ofrece Jeff Haggard, el flemático director de Planificación de Programas, y también en el de sus asistentes: Vi, una joven sencilla y generosa; Lise, que espera el regreso de su novio del frente; Della, una gran seductora que sueña con ser cantante, y Annie, una joven muchacha que quizá se enamore de su superior.
Fitzgerald fue una escritora maravillosa, y desde su muerte en 2000 su reputación ha seguido en alza. Lo confirman (además de Voces humanas) sus aclamadas obras La librería y A la deriva (ambas en Impedimenta), esta última, la novela autobiográfica premiada con el Booker en 1979. A pesar de un comienzo tardío (comenzó a escribir su primera novela cuando tenía casi 60 años, componiéndola como una diversión para su esposo moribundo), ganó una inmensa aclamación popular y crítica durante los últimos 20 años de su vida. Además, se convirtió en la primera no estadounidense en ganar el National Book Critics Circle Award por La flor azul, Impedimenta, y que muchos consideran su obra maestra. En los años posteriores a su muerte, un número creciente de lectores, han comenzado a hablar de ella como la mejor novelista inglesa de las últimas décadas.
En Voces humanas, podemos encontrar la magia de las palabras no escritas (además de la magnífica composición literaria que se encuentra en el texto), ya que muchas cosas suceden fuera del texto, es decir, vienen de lo que no se dice y de lo que no podemos saber, de aquello que rodea a la gran prosa de la autora, en la que acumula una cantidad asombrosa de comedia, sabiduría e incluso algo de patetismo. Una obra que se caracteriza por su trabajo de un ingenio sutil y por una simpatía incansable por sus personajes. La grandeza de Fitzgerald no se muestra en unas pocas frases, sino que se va arrastrando lentamente hacia el lector cuando este va avanzando en su lectura. En el transcurso de la novela nace la posibilidad de contar un tiempo determinado, su narración está modelada en lugar de trazada, con escenas que se desarrollan tangencialmente como armonías y contraarmonías que podemos hallar exclusivamente en una gran pieza musical.
En definitiva, Fitzgerald es una escritora notable, hilarante, deslumbrante y entretenida. Su prosa te hace sentir bien. Un «blitz literario» cargado de buenas palabras, y que no puede parar en uno solo de sus libros, ya que combinaban mundos pequeños y un lenguaje sobrio, que generan una cálida sensación, así como un sentimiento por el peligro y la tensión de una época convulsa, lo cual lo convierte en un libro fascinante para leer ahora, así como una reverberación que resonará cada vez que se nombre.