Con la anochecida de telón sobre la ciudad, golpeó en el hotel Río una noticia que desembocó en el mar de la tristeza: “Érika ha muerto”.
En la antesala del estreno de José Tomás, un dolor desgarrador recorrió la ciudad. El candor de la niña de ojos profundos, sonrisa inmortal y rosa -bella como un arco iris en medio de la tempestad- y corazón cristalino pese a la sangre contaminada, impartió una lección de fortaleza, lucha y coraje a médicos y pacientes, familia y amigos.
La primavera acababa de partir y quiso llevarse con ella a Érika, labrada con esa pasta heroica que solo poseen los tocados por una varita divina. Su camino de dos largos años de leucemia, de pinchazos y olor a cloroformo, de dura quimioterapia, de la esperanza de un transplante de médula que no pudo ser, fue ejemplo de valentía suprema.
Érika amasó la enfermedad sin lamentos, sin ninguna queja. Y se mantuvo resplandeciente para compartir la comunión de su hermano. Sus padres se aferraron a la fe de un mañana que, a una u otra hora, siempre marca el reloj…
No existe medicina capaz de paliar el llanto de cáliz de una madre, ni el quebranto de ese padre que se pregunta qué será de él sin su pequeña, sin esa preciosa chiquilla que enseñó a un pueblo a ser más solidario.
Debería estar prohibido que los niños mueran, que hagan el equipaje en el amanecer de su vida. Pero en este universo de miserias, Dios quiso sentar a su derecha a un ángel, a ese alma pura que ocupa ya una barrera preferente en el cielo. Érika, princesa eterna desde su bautizo, sueña ya en su castillo y goza de ese paraíso angelical sólo al alcance de los elegidos.
María Ángeles, Alejandro, esto no es un adiós, es un hasta luego. Mientras, Adrián será la antorcha que ilumine una vereda que siempre se reencuentra con la primavera. La primavera de Érika, una flor sacra que nunca marchitará en nuestros corazones.
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