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Blogs Entre barreras por Ángel González Abad

En deuda con Manzanares

Rosario Pérez el

Llevo tiempo en deuda con el maestro. Y conmigo misma. Pero hoy, una fecha sombría como la del 29-O, ha llegado la hora. La noticia de su muerte me llegó en carreteras extremeñas. Decía el taxista que el rostro se me quedó blanquecino, con unos ojos de espanto que no pudieron contener las lágrimas. Siempre fui de lágrima natural con aquello que me transmitió. Lágrimas de ayer, de hoy y de mañana, de un mañana que a veces no llega, con tanto por decir y por hacer, con esbozos trazados y cuentas sin saldar.

Estoy en deuda con José María Manzanares desde el 11 de junio de 2004. En la tierra donde no hay pena lorquiana mayor que ser ciego soñé despierta el milagro del toreo. Y en ese sueño volví a la vida, cuando me sentía moribunda en mi propio combate por un desamor. Recuerdo el viaje hasta Granada en avión y el aterrizaje desolador en aquella habitación con vistas al patio de contenedores, la última disponible de un hotel repleto de médicos por un congreso de cloroformo y bisturí.

Hui tan pronto pude de ese ambiente, de un teléfono que me pedía el regreso. Corrí como un preso en busca de la libertad hasta la Alhambra. Y me quedé ensimismada, observando todo y nada, en el Patio de los Leones, aquel centro de gozo y deleite para los sentidos.

Cuando el reloj me llamó a la orden, volví al hotel, cogí el ordenador y tomé rumbo a la Monumental de Frascuelo. Allí, a sus 51 años, Manzanares se convirtió en sultán en una reaparición para el disfrute de los aficionados. Aún cierro los ojos y recuerdo los cambios de mano, los naturales lentísimos, unas chicuelinas de mano muy baja, aquellas trincheras de primor. La cadencia, el temple; la belleza, la categoría. La naturalidad sin la traición de una pose forzada, de un sí que es no. Y una emoción que vencía cualquier tipo de ventaja. Unos gritaban oles, otros se levantaban de su localidad y Canito, arrobado como todos, lanzaba su mítica gorrilla blanca. Más de uno lloró en los tendidos. Yo entre ellos. Granada era testigo del milagro del toreo.

En los aledaños de la plaza, sentada en un suelo mojado, rematé la crónica entre el runrún de los que aguardaban la salida a hombros. Me enteré de que el protagonista participaba en una tertulia esa noche para hablar de su vuelta a los ruedos, de un torero que nunca fue ex. Hasta allí me dirigí pasado un buen rato, hecha aún un mar de nervios por las emociones que manan de un arte tan profundo mal que les pese a muchos. Subí las escaleras del hotel, entré en la sala y allí estaba el maestro, recibiendo plácemes de afición y fans. Aquello era una locura. Mi misión no era hacerme una foto, ni entrevistarlo. Era darle un sencillo gracias, porque en aquel momento ese toreo genial capaz de remover entrañas, desordenar y ordenar sentimientos, me devolvía y aferraba a la vida. No me atreví ni a acercarme. Y tal como entré me marché rauda de esa multitud que lo aclamaba.

Desde hace una década me siento en deuda, como tantas deudas que se quedan en el camino, como tantos agradecimientos tardíos porque el adiós acecha antes de que se arrastre el último toro de una vida cualquiera. GRACIAS, MAESTRO.

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