Lutero fue un personaje extraordinario que se levantó contra la omnipotencia papal, llegando a crear un cisma en la iglesia católica que dura hasta nuestros días y causó una guerra que se prolongó durante treinta años en gran parte de Europa. Casi nada. Pero empecemos la historia por el principio. ¿Dónde y por qué se inició el conflicto?. Fue en Ratisbona (Regensburg para los alemanes), una preciosa ciudad a orillas del Danubio y erizada de torres levantadas por ricos patricios. La ciudad cuenta en la actualidad con más de mil edificios históricos, aunque ninguno como el antiguo Ayuntamiento, una muestra del más sublime gótico que uno ha visto jamás. Al lado, muy cerca del Danubio, una enorme estatua ecuestre del vencedor de Lepanto inmortaliza la figura histórica de Juan de Austria en una recoleta rinconada.
La Sala Imperial del actual Ayuntamiento, donde el máximo dignatario del Sacro Imperio Romano recibía a sus súbditos, se mantiene intacta con sus ventanales, sus techos artesonados y sus bancos corridos de madera para los nobles. El clero ocupaba altos sitiales laterales, mientras el pueblo permanecía de pie, al fondo de la estancia, en un protocolo semejante al de las grandes funciones religiosas. ¿Es que había diferencia entonces entre el Estado y la Iglesia, entre la nobleza y el clero? Ciertamente, no. Los obispos eran también príncipes, vivían en palacios y formaban parte del Consejo del Imperio. Ratisbona fue sede de la Dieta Imperial Permanente. Allí mismo, en una sala contigua que se conserva tal cual, los miembros del Consejo, presididos por el poderoso Arzobispo de Mainz, tuvieron que lidiar, alrededor de una mesa redonda, con el espinoso asunto de Lutero.
Me parece que vale la pena dedicar unas líneas a aquellos importantes acontecimientos históricos que dieron lugar a la Reforma protestante. El Papa León X, gastador manirroto, según cuentan las crónicas de la época, había concedido a Alberto de Brademburgo el poderoso arzobispado de Mainz -que conllevaba la presidencia de la Dieta y un valioso voto para la elección del Emperador del Sacro Imperio, susceptible de ser vendido al mejor postor-, a cambio de un anticipo de 24.000 piezas de oro que necesitaba para construir la Basílica del Vaticano. El Papa y el flamante arzobispo acordaron iniciar la venta de ‘indulgencias’, unas dispensas especiales que aseguraban a los donantes la redención de penas temporales, que de otra manera deberían ser expiadas en el purgatorio. La base teológica del invento hacía referencia a un “tesoro de méritos”, acumulado por Cristo y los santos, con el que se haría frente a las deudas espirituales de los pecadores favorecidos por la indulgencia. O sea, se trataba de comprar en vida una parcelita en el cielo. El papado recibiría la mitad de los ingresos y con la otra mitad se iría amortizando el préstamo de las 24.000 piezas de oro. Parece que esta forma de proceder era costumbre en la Iglesia de entonces, pero a Martín Lutero, un joven clérigo de 33 años, profesor en la universidad de Wittenberg, no le convencieron ni el tráfico de indulgencias ni su base doctrinal y, en consecuencia, manifestó enérgicamente su protesta a Alberto de Brademburgo con estas duras palabras: “Predican la necedad quienes pretenden que tan pronto como el dinero suena en el arca, un alma para el cielo se embarca”.
De pie ante la histórica mesa que ocupa la mayor parte de la estancia, no pude evitar una sonrisa imaginando la cólera del poderoso arzobispo al comunicársele las hirientes palabras de Lutero, que muchos compartían en secreto. Lutero era un hombre directo, de gran personalidad, que se atrevía a decir cosas como ésta: “La Iglesia Católica Romana, que alguna vez fue la más santa, se ha convertido en la más licenciosa cueva de ladrones, en el más desvergonzado de los burdeles, en el reino del pecado, la muerte y el infierno”. Sea como fuere la historia, lo cierto es que en aquella estancia se tomó la decisión de proponer al Papa León X que excomulgara al ´aborrecible hereje´, consumándose así un cisma que ya dura más de quinientos años.
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