Que nadie espere encontrar en los viejos monasterios búlgaros la grandiosidad de las abadías germanas, el colosalismo de El Escorial o la delicada belleza de los claustros románicos de Silos o San Andrés de Arroyo. No, su principal valor reside en el papel que jugaron en la historia del país y en lo que representan en el corazón del pueblo. Pero además -y esto hay que resaltarlo-, descubrirlos, desperdigados por la sinuosa orografía balcánica, equivale a recorrer los más bellos paisajes que uno pueda imaginar y, en muchas ocasiones, a sucumbir a la intensa fascinación de estas viejas montañas.
La carretera que lleva hoy al actual monasterio de Rila, a sólo una hora y media en coche de Sofía, culebrea entre bosques esplendorosos, encendidos con los colores del otoño. A medida que uno se adentra en el valle, la soledad y el silencio se van haciendo más intensos hasta que al fin el auto se detiene ante las enormes paredes del convento, que, visto desde fuera, más se asemeja a una fortaleza que a un cenobio. Construido en 1335, a unos cuatro kilómetros de la ermita original, el impresionante complejo monacal fue totalmente arrasado en el siglo dieciocho. Apenas reconstruido, un siglo más tarde, volvió a arder por los cuatro costados y su nueva reconstrucción se presentó como un deber patriótico y religioso. Para recaudar fondos llegó incluso a organizarse una gira del brazo incorrupto de San Juan de Rila (Ivan Rilski) por toda Rusia. Los mejores maestros y artesanos del país prestaron sus servicios gratuitamente y las donaciones populares no cesaron a lo largo del siglo XIX hasta que, en 1961, culminaron por fin las obras del ala este, donde se exhiben en la actualidad los tesoros del monasterio, reconocido como Patrimonio de la Humanidad.
Para los búlgaros, Rila es su mayor tesoro. No sólo por la originalidad de sus pórticos y galerías, sustentados sobre arcadas rojas y blancas, ni por el curioso empedrado del patio o las cúpulas redondas de su iglesia, cuya entrada principal nos hace pensar de inmediato en la mezquita de Córdoba. Ni siquiera por los miradores de madera que adornan graciosamente la última, y añadida, planta del monasterio o por la única torre almenada que se conserva desde sus orígenes en el siglo XIV. No, Rila es un símbolo sagrado que aúna todos los valores de la cultura patria: la religión, la tradición, el arte y, sobre todo, esa cosa tan gaseosa y abstracta que podríamos llamar “la identidad nacional”.
Además, están las reliquias, algo que para los búlgaros tiene un valor sagrado. En la iglesia de Rila, por ejemplo, se conserva, en una caja de plata oculta por una cortina, la mano izquierda de San Iván Rilski, el gran santo nacional. Pero no es asunto abierto a la curiosidad de los turistas. Los monjes sólo se la muestran a los “auténticos” peregrinos, quienes, tras contemplarla largamente, aspiran un pedazo de algodón en rama que se conserva junto a la reliquia y cuyos efluvios magnéticos tienen la virtud de sumirles en un trance místico de gracia espiritual.
También se conserva allí el corazón de Boris III, padre de Simeón de Bulgaria, el primer rey republicano de la historia, por cierto, ya que, siendo rey en el exilio y tras la separación de Bulgaria de la Unión Soviética, fue elegido Primer Ministro de la República búlgara en elecciones democráticas. Allí, en su despacho, me confesaría un día la gran emoción que le causó a su regreso al país escuchar las campanas de la catedral de Nevski, particularmente las notas bajas, “porque me hicieron recordar el entierro de mi padre cuando era un niño. Me conmovió más que visitar Rila, porque los comunistas había sacado sus restos de allí para enterrarlos en el parque de la casa”. En efecto, así fue, pero tras la caída del comunismo, apareció en los jardines del palacio de Vrana una tumba que contenía una vasija de cristal con el corazón del zar. En agosto de 1993, para conmemorar el cinquagésimo aniversario de su muerte, la urna fue llevada de vuelta al monasterio de Rila, donde reposa en la actualidad.
Europa Francisco López-Seivaneel