Zagreb tiene fama de ser una ciudad luminosa, pero me recibe hosca y llorosa. Desde mi habitación en la sexta planta del hotel Dubrovnik sólo se contempla un desfile de paraguas andantes de todos los colores. Lo demás es gris. De pronto, a eso del mediodía, una salva de cañón rasga el balsámico silencio de los días lluviosos. Como si hubiera sido una señal convenida, en todos los campanarios y espadañas de la ciudad comienzan a repicar las campanas advirtiendo a los fieles que la hora del Ángelus ha llegado. Con esto, ya queda dicho que Zagreb, y por extensión Croacia, es un país de profundas raíces católicas.
Para entender esta ciudad hay que empezar diciendo que en un principio Zagreb era una fortaleza fronteriza en lo alto de un cerro, llamada Gradec (pronúnciese Grádech) y defendida por una sólida muralla y algunas torres, que bastaron para detener a los tártaros en el siglo XIII. En un altozano próximo a las murallas se construyó una catedral que, indefensa, no pudo resistir el empuje de las hordas mongoles. La catedral fue reconstruida más tarde y el imperio estableció allí una archidiócesis amurallada. Como en toda la Europa medieval, alrededor de la catedral y del correspondiente mercado se fue formando una pequeña ciudad, que recibió el nombre de Kaptol. Entre ambas ciudades corría un pequeño arroyo que hacía de frontera. Nunca hubo dos urbes tan juntas. Ni tan separadas. De haberse puesto de acuerdo, hubieran podido bastarse con una sola muralla medianera, un caso seguramente insólito en al historia, pero perfectamente posible.
Kaptol, territorio clerical, tenía como principal autoridad a un arzobispo, mientras Gradec, la ciudad alta, se arracimaba alrededor de la iglesia de San Marcos, administrada por autoridades civiles. Finalmente, en 1850, el virrey Josip Jelacic unió ambas en una sola y se ganó una merecida estatua ecuestre desde la que mira impertérrito el ir y venir de la miríada de tranvías azueles que circulan hoy sin parar por la plaza que lleva su nombre (ver foto portada). Claro que, durante el período comunista, ésta fue rebautizada como Plaza de la República y su estatua, retirada. Pero en 1990 la plaza más importante de la ciudad volvió a tener su nombre y la estatua fue erigida de nuevo en su lugar, aunque esta vez mirando al sur, algo que los zagrabienses (o agramitas) interpretan como una mirada al progreso. Hoy es el centro de todas las cosas en Zagreb, como la Puerta del Sol lo es en Madrid.
Tras el almuerzo, bien provisto de un paraguas, me dirigí al funicular que me llevaría hasta la ciudad alta. Se dice que es el más pequeño del mundo y probablemente sea cierto, porque bastaron sesenta segundos para remontar los sesenta metros que lo separan de la Torre de Lotrscak, una de las construcciones mejor conservadas del antiguo sistema de defensa de Gradec. Desde una de sus ventanas más altas se dispara todos los días la salva de cañón que anuncia el Ángelus. A unos pocos metros de la torre, camino de la Plaza de San Marcos, me topé con el singular museo de la Relaciones Rotas. No pude resistir la tentación y entré para contemplar los curiosos objetos que han dejado, como quien se quita un peso de encima, los ex amantes frustrados. Hay de todo, pero no vale la pena dedicar más de cinco o diez minutos a recorrer las diminutas habitaciones donde se exponen los objetos, junto al relato de quien los deja. Son todos tan parecidos -los relatos- que da la impresión de que siguen un guión preestablecido. Ninguno ganará un premio literario.
Un poco más arriba se halla la Plaza de San Marcos, un enorme rectángulo flanqueado por el Palacio Presidencial, por un costado, y el Parlamento de la nación, por el otro. En el centro, la hermosa iglesia de San Marcos con su original tejado de tejas vidriadas, sobre las que destacan dos enormes escudos: el de Croacia y el de la ciudad de Zagreb. Es probablemente el lugar más visitado y fotografiado de la ciudad. A mi, sin embargo, me llamó más la atención la curiosa capilla que se encuentra en un pasadizo bajando por una calle lateral. Es la Puerta de Piedra, una de las entradas más importantes a la ciudad amurallada. Una mala noche de 1731 se quemó. A la mañana siguiente se encontró un cuadro intacto de la virgen. Fue considerado un hecho milagroso y, desde entonces, la virgen fue proclamada patrona de la ciudad y su imagen milagrosa exhibida en un recargado altar en el propio pasadizo. Nunca faltan velas encendidas ni alguna mujer orando con devoción. Justo a la salida, en una rinconada, una estatua ecuestre de San Jorge venciendo al dragón parece proteger la imagen.
Un poco más abajo, por donde discurría antiguamente el arroyo que separaba ambas ciudades, desciende ahora suavemente una de las calles más atractivas de Zagreb. Se llama Tkalciceva, es peatonal y está jalonada de cafés, terrazas y barecitos con encanto. Siempre está muy concurrida, especialmente con buen tiempo. En un pequeño entrante, hay un artístico busto enmarcado de una mujer, al parecer un homenaje a las prostitutas. Si se mira por detrás, recuerda de inmediato al famoso cuadro de Dalí, con una mujer asomada a una ventana. Justo al fondo se hallaba el primer prostíbulo de la ciudad, ahora un bar de corte fashion. Un poco más abajo, en otro entrante ajardinado, otra estatua de otra mujer, ésta con sombrero y vestida de arriba abajo, rinde homenaje a la primera periodista del país.
Aún nos queda la pequeña catedral de altas torres y estilo neogótico, iluminada por hermosas vidrieras. A un costado todavía se mantiene en pie parte de la formidable muralla que la defendía, no ya de los tártaros, sino de los otomanos que también incordiaron por aquellas tierras en su camino hacia la capital del imperio. Desde su asentamiento, en lo alto de una colina, hay que atravesar un colorido mercado y descender un trecho de escalones para llegar a la plaza de Josip Jelacic, que es el centro de todas las cosas, con sus tranvías y su característico reloj de doble cara, donde todo el mundo se cita, llueva o no. En lo alto de la escalera, una zabarcera de bronce con su pañuelo y su cesto a la cabeza recuerda a aquellas mujeres que venían al mercado cargadas con los productos de su huerta.
No quiero alargarme más. A la mañana siguiente amaneció un día oscuro, pero sin lluvia, y volví a hacer el mismo recorrido con mi cámara en ristre, como podrán comprobar en las fotos. Por supuesto, aún queda mucho por decir sobre esta sorprendente ciudad que no decepcionará a nadie, pero ciertamente necesita algo más de 24 horas. Es muy fácil de recorrer andando, tiene más de cuatro mil cafeterías e incontables restaurantes y la gente es amistosa y amable.
Si quieren pistas, les diré que Iberia tiene vuelos directos desde Madrid. El viaje son unas tres horas. Para comer o cenar, les recomendaría el restaurante Agava. No tiene pérdida, está justo junto a la estatua de la prostituta, en lo alto de un tramo de escaleras, pero bien visible. Para alojarse, no hay hotel mejor situado que el Dubrovnik, un cuatro estrellas, justo en la Plaza de Josip Jelacic, que es el punto cero de la ciudad. Silencioso, provisto de Spa y todo tipo de servicios y con un precio asequible. Justo al lado, en la calle Bogoviceva, hay un centro soberbio de masaje tailandés, Thalea. Serio, profesional y atendido por masajistas nativas, es el lugar ideal para relajarse tras las fatigas del turista.
Pido disculpas por la poca luminosidad de las fotos, pero me tocó un día muy oscuro. De no haber sido por la magnífica cámara Fujifilm X T20 que llevaba, el resultado hubiera sido probablemente impublicable.
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