Descubrí a Sigizmund Krzhizhanovsky por su libro “El club de los asesinos de letras”. La introducción a cargo de Caryl Emerson es tan delirante, que al comienzo creí que la biografía de Krzhizhanovsky era uno más de sus cuentos absurdos. Pues no; era real. Tal vez sea que cuando uno tiene un apellido que es un trabalenguas, no puede aspirar luego a tener una vida normal.
Krzhizhanovsky ya vino al mundo rodeado de contradicciones: el que sería un gran y desconocido escritor ruso, nació en 1887 cerca de la capital de Ucrania, Kiev, en el seno de una familia católica polaca. Estudió Derecho y filología clásica en la Universidad de Kiev. Tras su graduación, hizo dos viajes por Europa, donde visitó Paris, Heidelberg y Milán. El viaje a Europa formaba parte de la educación de todo ruso culto, siendo Alemania, Italia y París los destinos preferidos. Krzhizhanovsky no podía imaginarse entonces que sería uno de los últimos rusos en hacer ese trayecto y que pasarían 70 años antes de que los rusos volvieran a poder viajar libremente por Europa. Tras sus viajes, se puso a trabajar para un procurador, un trabajillo que le dejaba mucho tiempo para dedicarse a lo que de verdad le interesaba: la literatura.
En 1920, cuando la guerra civil se acercaba a su fin, Krzhizhanovsky dio clases en el Intituto de Música y en el Conservatorio Teatral y publicó algunos relatos de viajes en periódicos ucranianos. Después de haberse hecho un cierto nombre en el mundo de las letras en 1922 se trasladó a Moscú en compañía de su esposa.
Su vida en Moscú fue miserable. Alquiló una habitación, casi una celda monacal, en una antigua casa privada. Su vida consistió entonces en salir por las mañanas a buscar trabajo. En ocasiones le salían encargos de textos que le permitían ir tirando. Cuando su madre murió, tuvo que vender sus libros para poder asistir a su entierro en Kiev. Nunca rehizo su biblioteca. La tenía guardada en la memoria y las lagunas que hubiera, las reemplazaba con su fantástica imaginación. Este episodio aparece reflejado en su obra “El club de los asesinos de letras”.
Para la literatura soviética los años 20 fueron su edad dorada. La revolución había traido una gran efervescencia creadora. Durante unos pocos años hubo una relativa libertad artística, antes de que el estalinismo y el realismo socialista se hiciesen sentir. Krzhizhanovsky encontró trabajo en el Teatro de Cámara de Alexander Tairov y se hizo un nombre en los ambientes literarios. Fue en estos años que escribió lo mejor de su producción.
Los cuentos de Krzhizhanovsky suelen tender a lo filosófico y lo intelectual. Le interesa más la idea en sí que la acción o la psicología de los personajes. Son cuentos de una imaginación desbordante, donde el futurismo y un cierto surrealismo están siempre presentes. Yo los describiría como el producto de un Kafka neurasténico, que se hubiese ido de copas con un Chesterton ateo y excesivo, y que en mitad de la celebración hubiera aparecido Edgar Allan Poe para hacerles una pedorreta. Dicho de otra manera, el tipo de cuentos que no podían sino disgustar al gran pope de las letras rusas de aquellos años, Maxim Gorki. Gorki dijo que sus historias pecaban de intelectuales, que hubieran sido más adecuadas ara el siglo XIX y que no eran necesarias para las tareas que tenía ante sí la clase obrera soviética. Esto sí que es una pedorreta. Y los censores debieron pensar algo parecido, porque Krzhizhanovsky no consiguió ver publicados sus cuentos.
A partir de 1929 el panorama literario cambio. El poder dejó de tolerar los experimentos artísticos. En 1929 la Asociación Rusa de Escritores Proletarios declaró que el único tema aceptable para los escritores era el nuevo Plan Quinquenal. En lo sucesivo había que encontrar palabras que rimasen con “tractor” y tomar las centrales hidroeléctricas como fuente de inspiración. Me imagino la depresión que esto tuvo que significar para los escritores de raza. Pero lo peor estaba por llegar. La segunda mitad de la década fue la época de las grandes purgas estalinistas. Entonces fueron asesinados Osip Mandelstan, Mijail Bulgakov, Isaac Babel, Boris Pilnyak, Vsevolod Meyerhold… Supongo que Krzhizhanovsky sobreviviría a estos años por una mezcla de suerte y de desconocimiento del gran público. Alguna ventaja tenía que tener lo de estar inédito.
En 1939 fue admitido en la Unión de Escritores Soviéticos, que había sido creada en 1932 con la integración de la Asociación Rusa de Escritores Proletarios y otras organizaciones existentes. Tengo la sensación de que lo admitieron como se admite a ese sabio despistado, que vive en su mundo y que parece inofensivo. Por cierto que de ese año es su novela, también impublicada, “El cubilete humeante” sobre un cubilete cuyo vino nunca se agotaba. Los mal pensados piensan que puede ser una suerte de sueño dorado del escritor, que por aquel entonces abusaba bastante del alcohol.
1941 fue un año en el que pasaron grandes acontecimientos. En la vida de Krzhizhanovsky fue el año en que finalmente le autorizaron a publicar una pequeña colección de sus cuentos. En la vida de la URSS fue el año de la invasión alemana. El gran acontecimiento histórico se comió al pequeño acontecimiento individual: la guerra no era el momento de publicar a autores inéditos. Si esto no es fatalidad…
La guerra le trajo una pequeña popularidad. La lucha contra el invasor nazi no era el momento de ponerse a purgar a escritores. Pusieron música a un libreto suyo sobre el gran general del siglo XVIII Suvorov y la obra, patriótica como tenía que ser, conoció cierto éxito.
El final de la guerra trajo un nuevo cerrojazo. Ahora que los nazis habían sido derrotados, no hacía falta ser tan condescendiente con esos escritores, que les das la mano y te cogen el brazo. Desanimado, Krzhizhanovsky dejó de escribir, se aisló y se puso a hacer la segunda cosa que mejor sabía hacer: beber.
En mayo de 1949, mientras estaba leyendo el periódico, se quedó congelado de pronto. Su mujer le preguntó que qué le pasaba y la respuesta fue: “No lo entiendo… No puedo leer nada… un cuervo negro, un cuervo negro”. Había sufrido un ictus que le había quitado la capacidad de leer, pero no la de escribir. Podía seguir escribiendo, pero no podía leer nada de lo que escribía. Tampoco es que a esas alturas necesitase ya mucho la facultad de escribir. Murió al año siguiente.
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