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Hitler, por Joachim Fest

Emilio de Miguel Calabiael

En mi opinión, la mejor biografía sobre Hitler es la que escribió Joachim Fest en 1973. Tiene las tres partes que ha de tener toda biografía de un personaje político: una explicación del contexto político, social y cultural en el que se movió; una narración de su actividad política; y un análisis de su personalidad tanto para entenderle en tanto que persona como para entender porqué tomó algunas decisiones. En su día leí la biografía de Ian Kershaw sobre Hitler y me pareció que apenas abordaba el lado de la personalidad de Hitler, lo que es un error, porque es uno de los personajes con más filias y fobias, sobre todo fobias, que hayan existido.

Socialmente Hitler era un desclasado. Su padre había sido un funcionario modesto que con esfuerzo y carácter se había labrado una posición razonablemente acomodada. Académicamente Hitler fue un desastre y sus intentos de sacar adelante su vocación artística fracasaron. Todo ello le provocó un agudo resentimiento social. Abominaba de los valores de una burguesía que no le había aceptado en sus filas, aunque en su fuero interno se moría por pertenecer a la alta burguesía. En sus primeras apariciones en Munich en los años 20, daba la imagen del advenedizo que se siente inseguro de sus habilidades sociales, que está siempre alerta para no meter la pata.

Una de las grandes ironías es todo el culto a la personalidad que se organizó en torno a un hombre, Hitler, que era cualquier cosa menos simpático. Hitler era un gran tímido, que no sabía relacionarse y que rehuía el contacto humano. Una de las experiencias más tediosas de la Alemania nazi era que Hitler te invitase a cenar. Cenar con Hitler era ser sometido al bombardeo de un monólogo interminable y que, además, siempre se repetía, porque Hitler era un hombre de grandes obsesiones. Era un hombre inflexible, de grandes filias y, sobre todo, grandes fobias. Esas cenas interminables podían ir seguidas de una tertulia, que podía ser de dos tipos: o bien Hitler seguía perorando sobre lo mismo que había hablado en la cena, o bien se quedaba como ensimismado y los invitados apenas eran capaces más que de entablar un poco de conversación artificial, esperando que finalmente al insomne Führer le entrase sueño y les liberase a todos.

Hitler tenía un carácter bohemio. Era indisciplinado y autodindulgente. Le costaba atenerse a una rutina de trabajo. Se ocupaba en cada momento de lo que le apetecía. Si los rusos estaban a punto de romper el frente en Smolensko, pero a él le petaba en ese momento diseñar los urinarios del museo que quería construir en su ciudad natal de Linz, pues eso que hacía: los urinarios.

Fest apena habla de la vida amorosa de Hitler y es que hay muy poco que contar. Tuvo una relación con su sobrina Geli Raubal, que acabó suicidándose, seguramente para escapar del control omnímodo de su tío. Luego tuvo la historia de Eva Braun a la que trataba más como un chochete con el que relajarse que como a una auténtica compañera. El gran regalo que le hizo fue casarse con ella en el último minuto, para que le acompañase en el suicidio.

La relación de Hitler con las mujeres es tan rara y tan escasa que hace unos años Lothar Machtan publicó un libro, “El secreto de Hitler”, en el que afirmaba que Hitler era homosexual y que Geli Raubal y Eva Braun no fueron más que pantallas para ocultar ese secreto. Puede, pero a mí hay otra teoría que me gusta más. Pienso que Hitler tenía la líbido baja y que toda su energía se le iba en sus obsesiones y en mandar. Si a eso le unimos su incapacidad para tener una relación humana verdadera e íntima, lo que tenemos es la relación de amo con esclava complaciente que mantenía con la pobre Eva Braun.

A nivel intelectual Hitler tampoco era gran cosa. Era ante todo un autodidacta. Había leído mucho, pero en general a autores estrafalarios de segunda fila. Su formación intelectual se paró en Viena. Una vez que salió de allí a los 24 años, dejó de leer con asiduidad y se puede decir que ya no absorbió más ideas. Eso no quitaba para que se considerase como un gran entendido en cuestiones históricas y raciales, que eran dos temas que le fascinaban.

La pregunta del millón sería: ¿cómo un hombre con tales carencias pudo convertirse en el Führer de un pueblo cultivado como el alemán? Fest subraya algunos rasgos de personalidad que le ayudaron a destacar. En primer lugar, sus dos grandes bazas eran su capacidad oratoria y sus ojos azules, que muchos han dicho que tenían algo magnético e hipnotizador. Era consciente de esas dos bazas y sabía cómo maximizar su efecto.

Hitler era un jugador de todo o nada y sabía sacar partido de las crisis. Tenía una gran visión táctica. Hay una escena en “Rebelde sin causa” en el que dos rivales hacen una carrera con dos coches hacia un precipicio. El primero que pierda los nervios y salte del coche, pierde. Pues bien, en ese juego Hitler siempre ganaba. Estaba dispuesto a llegar hasta el final, a sabiendas de que el enemigo saltaría del coche antes que él. Hubo una vez que este cálculo le falló y el resultado fue trágico: la II Guerra Mundial estalló. En el verano de 1939, Hitler estaba convencido de que Gran Bretaña y Francia se la habían envainado tantas veces, que no rechistarían cuando atacase Polonia y menos ahora que había firmado un pacto de no agresión con Stalin. Pues bien, esta vez sí que rechistaron y el resultado fueron seis años de la guerra más destructiva que ha conocido la Humanidad y el hundimiento del nazismo.

La conquista del poder por Hitler no se explica únicamente por sus capacidades maniobreras. La miopía de sus rivales, que no se lo tomaron en serio hasta demasiado tarde, jugó un papel clave.

Todo empieza con la devaluada República de Weimar, que era como la mala moneda, que nadie quiere. Las derechas la veían como una imposición de los victoriosos Aliados y las izquierdas como un instrumento al servicio de las élites y la burguesía, colocada para impedir la revolución social. Todos pensaban en subvertirla y nadie en defenderla.

Para los comunistas la enemiga era la República de Weimar. Para los socialdemócratas, que eran tal vez los que se la tomaban más en serio, los enemigos eran los comunistas a su izquierda y los conservadores nacionalistas a su derecha. Para los conservadores nacionalistas el verdadero rival eran las izquierdas. Para los conservadores, que fueron los responsables de aupar a Hitler y permitirle llegar al poder, los nazis representaban una herramienta ideal para contraatacar a los comunistas. Los conservadores entregaron a Hitler el cargo de Canciller convencidos de que podrían domesticarle y manipularle para que defendiera sus intereses frente a la amenaza izquierdista. Pocas veces en la Historia ha habido un error de cálculo más catastrófico.

La lectura que hace Joachim Fest de la II Guerra Mundial es interesante y contradice algunas ideas recibidas.

El Ejército alemán en 1939 no estaba preparado para una guerra larga. Sus reservas apenas le hubieran permitido una guerra con una duración de cuatro meses. La estrategia que adoptó Alemania fue la de golpear fulgurantemente a un adversario a la vez. Golpe, victoria, pausa estratégica para rehacerse y nuevo golpe. Así fueron cayendo en tres fases distintas 1) Polonia, 2) Noruega y Dinamarca y 3) los Países Bajos, Bélgica y Francia. Era una apuesta muy arriesgada, pero a Hitler, que era un jugador de “todo o nada” y de llevar las situaciones críticas hasta el final, no le importó. La apuesta le funcionó porque al otro lado tenía a una Francia y un Reino Unido que tenían pocas ganas de guerra y donde predominaban el derrotismo y la mentalidad defensiva. Si en septiembre de 1939, las divisiones francesas hubieran atacado a Alemania, mientras sus fuerzas estaban enfrascadas en Polonia, la II Guerra Mundial no habría pasado de ser una guerra europea de cuatro meses de duración que se habría saldado con la derrota de Alemania. Pero no fue así y, como tantas otras veces en su carrera política, Hitler se encontró con adversarios que saltaban del coche mucho antes que él.

Esta manera de hacer la guerra encalló cuando tras la caída de Francia, el Reino Unido se negó a rendirse. Hitler deseaba una alianza entre las dos potencias germánicas, en la que el Reino Unido mantendría su imperio colonial y a cambio dejaría a Alemania las manos libres en Europa. La negativa británica a pactar introdujo una nueva preocupación: el peligro de que EEUU entrase en la guerra. Aunque es cierto que Hitler tenía en poco las capacidades militares de los norteamericanos, sí que era consciente de su poderío industrial y lo ricamente dotados que estaban en materias primas.

Fest considera que el ataque a la URSS no fue el error garrafal que tantos han pensado, sino la consecuencia lógica de la situación geopolítica en la que se encontraba Alemania en 1941. La entrada en guerra de EEUU era ineluctable y Alemania no podía esperar vencer en una guerra de desgaste con la primera potencia industrial del planeta. La única alternativa era atacar la URSS, apoderarse de sus industrias y sus materias primas y construir un gran bloque euroasiático que pudiese rivalizar con EEUU. Esta línea de acción tenía además la ventaja de que era la que mejor respondía a los planteamientos ideológicos de Hitler. Hitler consideraba a los eslavos subhumanos, pensaba que era en las vastas estepas del este donde los alemanes debían encontrar su espacio vital y consideraba el comunismo como un régimen perverso y destructor que debía ser aniquilado.

Hoy que sabemos que la Operación Barbarroja fracasó, podemos creer que la invasión de la URSS fue una locura. Los alemanes eran conscientes de la dificultad de la empresa, pero aun así creían factible noquear la URSS antes del invierno, como habían hecho con Francia y con Polonia. En sus cálculos entraban la idea de que la doctrina táctica soviética era inferior a la suya y una información errónea sobre el número de divisiones soviéticas, que era muy superior al estimado por los alemanes. Sí, hubo mucho de minusvaloración del enemigo y de sobreestimación de la fuerza propia.

Fest piensa que Hitler tuvo un primer barrunto de la derrota cuando sus tropas se estrellaron ante Moscú en diciembre de 1941. Sabía que Alemania no estaba en condiciones de ganar una guerra larga de desgaste. La declaración de guerra a EEUU en 1941, poco después del ataque japonés a Pearl Harbour y tras la derrota ante Moscú, fue la obra de un jugador de “todo o nada”, acostumbrado a llevar sus apuestas hasta el final. En todo caso, la declaración no hizo más que hacer oficial la guerra larvada que ya existía entre Alemania y EEUU.

Fest termina el libro con algunas reflexiones sobre lo que supuso Hitler para Alemania y llega a la conclusión de que a largo plazo bien poco. El nazismo fue desenraizado de Alemania con poco esfuerzo. Ideológicamente el nazismo aportó muy poco, nada, al pensamiento occidental. Era una ideología que miraba hacia el pasado y que se nutría de los segundones del pensamiento racista y darwinista europeo. La influencia de la Alemania nazi de los años 30 sobre los movimientos neonazis actuales se reduce a los símbolos, al racismo y al odio contra algún enemigo inventado. Nada diferente de lo que muchos otros movimientos han traído a lo largo de la Historia.

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