Leí el “El mundo de ayer” de Stefan Zweig hace 20 años y me gustó. Sé que cuando la relea, me sentiré identificado con ella. Ahora casi tengo la edad que tenía Zweig cuando la escribió.
Zweig comenzó a escribir “El mundo de ayer” cuando los nazis ya habían llegado al poder y le dio los últimos retoques cuando la II Guerra Mundial acababa de estallar. Pero el gran desastre europeo no ocurrió en 1939. El gran desastre ya había ocurrido en 1914. Es la evocación de ese mundo desaparecido lo más patético y lo más memorable del libro. Zweig evoca una Europa en la que se podía viajar sin pasaporte y cuyas elites estaba vinculadas por una cultura cosmopolita común. Era un mundo estable y optimista, que confiaba en el progreso, un progreso ilimitado que nos llevaría algún día al paraíso sobre la tierra. Cierto que la visión de los obreros era muy diferente, pero lentamente iba extendiéndose por la sociedad europea la conciencia de que había que elevar su nivel de vida. Zweig recibe ese tiempo con la frase: “Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad”
Podría suscribir a mi modo todo lo que dice Zweig. Yo también nací en una edad de oro de la seguridad. Para nosotros, el mundo cambió radicalmente en 1973, cuando la primera crisis del petróleo nos enseñó que algo que dábamos por sentado,- la energía-, era un bien escaso y muy caro.
¿Cómo podían ver el mundo un niño o un adolescente de aquellos años? Ante todo como un lugar seguro y estable. El temor a una guerra nuclear se había difuminado, una vez pasado los sustos de la década de los sesenta. Las guerras y las asuntos desagradables eran cosas que ocurrían en países muy lejanos, habitados por gentes muy raras que estaban acostumbradas a que todo el rato les ocurrieran cosas desagradables.
Vivíamos en sociedades monoculturales, en las que la emigración no era un problema, por la simple razón de que no existía y, si existía, resultaba irrelevante para nuestras vidas. Se nos habían inculcado unos valores eternos y si te comportabas conforme a ellos, te decían que tendrías una vida segura y feliz, una vida, además, que no cesaría de mejorar, porque era innegable que cada vez vivíamos mejor. Te ofrecían una vida prefigurada: el colegio, la universidad, el servicio militar, conseguir un trabajo estable, en el que seguirías hasta que te jubilaras, casarte con una mujer más joven que tú (la mayor parte de las mujeres no iban a la universidad; su profesión consistía en buscarse un buen partido entre los profesionales jóvenes ya asentados), tener hijos, veranear quince días en la playa o en la montaña, jubilarte y morirte.
Desde nuestra perspectiva actual puede parecer una vida aburrida y monótona y seguramente lo fuera, pero nuestros padres no habían conocido otra cosa. Nadie les había hablado de la necesidad de reinventarse cada pocos años, ni de convertirse ellos mismos en su propia marca, ni de estar abiertos al cambio. Acaso porque llevaban vidas aburridas y no sufrían de lo que hemos sufrido sus hijos y sus nietos,- la incertidumbre-, no iban a terapeutas, ni necesitaban prozac y el estrés era algo tan novedoso, que los primeros periódicos que se refirieron a él, lo escribieron “stress”, en inglés y entrecomillado, y aun tenían que explicar en qué consistía.
No había inseguridad ciudadana. El terrorismo de ETA apenas empezaba y nadie había oído hablar del terrorismo islamista. Aun quedaban algunos años para que viniese la gran epidemia de la heroína que se cargó a una generación. La droga era algo tan lejano, que en un programa de televisión en el que hablaron de los porros, yo entendí que querían decir puerros.
Aun había primaveras en las que un marzo ventoso y un abril lluvioso traían un mayo florido y hermoso y el comienzo del frío y del mal tiempo en septiembre era una certeza con la que se podía contar. Aún faltaban como 15 años para que empezásemos a oír hablar del cambio climático y cuando comenzamos a oír hablar de él, pensamos que era algo lejano, que tal vez les tocaría a nuestros nietos.
Teníamos una televisión con dos cadenas y creíamos que en el lejanísimo día en el que permitiesen las televisiones privadas, la competencia entre las distintas cadenas llevaría a una mejora de los programas en todas ellas, no a “Sálvame”. Sí, era la edad de la inocencia y hasta de la ingenuidad.
La cultura era un valor y todos, cuando les hacían una encuesta, ponían que habían leído más libros de los que realmente habían leído. Nadie alardeaba de ignorancia, más bien la escondían.
Era la edad de oro de la seguridad (¡Vaya! Esa frase me suena familiar. ¿Dónde la habré oído?)
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