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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Aristóteles y Confucio

Emilio de Miguel Calabia el

Viendo cómo nos encontramos de desorientados e infelices en esta tercera década del siglo XXI, me entra la convicción de que los pensadores del siglo XX nos han fallado. Nos prometieron que nos explicarían cómo funcionaba el mundo y traerían un futuro luminoso y alegre y lo que nos trajeron fue Facebook, guerras culturales y prozac.

Foucault fue un genio deconstruyendo las instituciones y el poder en nuestras sociedades, pero no parece que tuviera la misma habilidad para reconstruir lo que había desmantelado. Lo veo como el niño que deshace el puzzle de la Alhambra de 5.000 piezas que estaba montando el padre. Todavía estamos intentando recomponer el puzzle, pero tenemos la oscura sospecha de que ahora nos faltan piezas.

Sartre nos da una imagen del ser humano contingente, donde él mismo define su propia moralidad, donde se ve condenado a ser libre y a tomar decisiones. Me parece una imagen desoladora. Hasta los escépticos antiguos, desde un Marco Aurelio hasta un Montaigne, eran capaces de ofrecer una imagen más rica y optimista del ser humano.

Milton Friedman quería regalarnos la libertad, a cambio de que nos sometiéramos al juego ciego del mercado, una entidad amoral, cuyo objetivo último no es la bondad, la sabiduría o la justicia, sino que la economía funcione, siéndole irrelevante si al final se benefician de sus operaciones el 0,1% o el 99%.

Simon Kuznets logró convertir la sociedad en una hoja de cálculo, donde todo era mensurable, salvo lo que realmente importaba, la felicidad, el amor y esas fruslerías.

Lenin descubrió que si tomabas los análisis marxistas de la sociedad y la economía y les añadías una vanguardia que guiase al proletariado y unos gulags en donde meter a los proletarios que no se dejasen guiar o a los vanguardistas que no supieran guiar, crearías el paraíso en la Tierra.

Wittgenstein, después de haber escrito la genialidad de que “de lo que no se puede hablar, hay que callar”, dedicó el resto de sus días a contradecirse, esto es, a hablar y hablar sobre el lenguaje con tanto ahínco que perdió de vista la realidad.

En fin, que el pensamiento ha tenido un siglo XX muy jorobado y lo mismo convendría dejar de leer todo lo que se ha escrito después de Nietzche.

Al final, si estoy de bajón, o si necesito consejo, a quienes acabo por dirigirme es a pensadores que llevan al menos mil años muertos. Ésos nunca me defraudan. Cuando me siento cohibido por los convencionalismos sociales, leo lo que Diógenes Laercio nos cuenta de Diógenes de Sínope y se me pasa. Cuando la vida me da un par de buenos palos, leo a Marco Aurelio y ya me duelen un poco menos. Cuando me pregunto por el sentido de la vida, leo a Aristóteles y la pregunta se aclara un poco. Cuando me siento mal conmigo mismo y quiero hacer un poco de introspección, le echo una ojeada a San Agustín. Y cuando alguien me decepciona, recurro a Michel de Montaigne, un jovenzuelo entre los pensadores que he citado.

Dado que la crisis que nos aqueja es global, lo mismo es cuestión de buscar más pensadores que nos puedan dar pautas. Por ejemplo, en China.

Empecemos por Confucio. Su visión del ser humano como que me convence un poco más que la de Sartre. El hombre, para Confucio, es un ser social, uno no puede desplegar su humanidad si no es en relación con sus semejantes. Uno no nace persona, sino que se hace persona; convertirse en persona es un proyecto estético, ético y filosófico. La persona realizada interioriza las tradiciones, las hace suyas y se convierte en un modelo para los demás.

Pero, como todos los grandes pensadores, Confucio nos pide que demos un paso más. No basta con que seamos una persona con autoridad en la comunidad por su comportamiento correcto. El ideal último al que debiéramos aspirar es el de sabio. El sabio ha hecho suyos los ritos y las tradiciones, la estética, la moralidad y la religión hasta un punto en el que no se sale del camino y es capaz de una visión holística de la sociedad. El sabio se ha refinado hasta un punto que el ego ya no le domina, es capaz de obrar correctamente, porque lo hace según la tradición y la moralidad, sin la interferencia de un ego egoísta que le dirija hacia su propio interés mezquino.

De sus discípulos me interesan dos, que no llegaron a conocerle en persona, Mencio y Xunzi. Mencio tenía algo de Rousseau, pero de un Rousseau bastante más sabio. Pensaba que el hombre es bueno por naturaleza. El ejemplo que ponía es que si vemos a un niño sentado en el brocal de un pozo con riesgo de caerse, correremos a salvarle aunque no sea nuestro hijo. El mal no es innato en nosotros, sino que es una desviación de nuestra naturaleza verdadera. Es un ambiente o una crianza desfavorables lo que hace que nos desviemos de nuestra naturaleza. Una educación adecuada permitirá que esas semillas de bondad no se malogren. Mencio abogaba por la sabiduría, que no hay que confundir con la mera acumulación de conocimiento. La sabiduría para Mencio es un sentimiento que nace en el corazón y que nos permite distinguir lo correcto de lo incorrecto y, evidentemente, hacer lo primero. La sabiduría va acompañada de otras tres virtudes: la humanidad, la rectitud y el decoro.

Xunzi, por su parte, decía justo lo contrario que Mencio. Pensaba que la naturaleza humana tiende al egoísmo. Si dejásemos que la gente siguiese sus inclinaciones, el resultado sería el desorden. Son los convencionalismos sociales los que nos obligan a portarnos bien. Los ritos, los maestros, los modelos, los estándares de corrección que rigen la sociedad son otros son quienes nos controlan y hacen que la sociedad pueda funcionar. La buena noticia es que uno puede refrenar sus inclinaciones y comportarse con corrección, pero, eso sí, con esfuerzo.

Parecen muy diferentes, pero hay algo que les une y es la necesidad de vivir en sociedad. El hombre bueno de Mencio necesita vivir en sociedad para actuar con su bondad innata; uno no muestra su bondad, cuando está en la selva rodeado de fieras. El hombre egoísta de Xunzi ha de ser guiado y ha de querer obrar en contra de sus instintos innatos simplemente para que la sociedad pueda funcionar armónicamente.

Mientras que Confucio y sus discípulos hablan de la sociedad y las tradiciones, Lao-tsé tiene algo de Diógenes de Sínope. Defiende una vida sencilla, sin ambiciones, sin desgastarse persiguiendo metas vanas. El hombre es parte del Cosmos, un Cosmos que es ciego y al que no le importamos, pero con el que estamos irremediablemente unidos. Lao-tsé no cree en la vanidad, ni en el éxito social, ni en los conocimientos vacuos. El sabio simplemente sigue el camino, un camino que Lao-tsé no detalla, pero que consiste en seguir los ciclos del Cosmos. Puede que al final sí que le importemos al Cosmos.

Emparentado de alguna manera con el taoísmo, tenemos la escuela del budismo ch’an, que destaca la interconexión de las cosas, la importancia de vivir en el presente y resalta que la verdadera enseñanza es inefable. Sólo practicando y vivenciándola uno alcanza la realización.

Lo dicho, tiremos por la ventana el 90% de los libros escritos por los pensadores del siglo XX y empecemos a leer a los pensadores clásicos chinos junto con los pensadores de la tradición clásica occidental.

 

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