Cuando la cabeza de mi padre empezó a declinar, dimos en dar paseos por el barrio como cuando yo era niño, sólo que ahora habíamos cambiado las tornas y yo era el que guiaba. La demencia le trajo un humor dulce. Sonreía mucho y le gustaba saludar a los camareros de los bares aledaños, a los vecinos con los que se cruzaba y hasta a los controladores del aparcamiento regulado. Parecía instalado en un mundo donde la malicia no existía y ni tan siquiera el rottweiler negro del portal 8 tenía ganas de morder.
En nuestros paseos le gustaba hablar. A veces hablaba de un pasado que se inventaba, pero que tenía un encanto superior al del pasado que sí vivió. Otras veces me preguntaba por lo que hacía y según los momentos yo podía ser un alto oficial del Ejército, un notario o un joven opositor. Y ahora que ya no está para hablar conmigo, quiero recuperar esas conversaciones y lo mismo hasta me las puedo inventar, sabiendo que él ya no está aquí para corregirme.
Mi padre había sido jurídico-militar y una de sus grandes frustraciones era que nunca llegó a general. Un buen día decidí darle una alegría y le comuniqué que era general de división, que tenía coche oficial y que trabajaba en un amplio despacho de maderas nobles en la última planta del Ministerio de Defensa. Mi padre quiso saber cuántos subordinados tenía y le dije que cuarenta y cuatro y como pareciera que esa cifra no le bastaba, le añadí todos los efectivos de una división acorazada sobre la que tenía mando directo. Me di cuenta de que la historia se me estaba yendo de las manos el día que comentó: “Es un orgullo ser teniente general”. Le tuve que enmendar la plana: “No, papá, general de división”. Y es que conviene ser morigerado hasta con las fantasías.
Como ex-militar, le preocupaban las cuestiones de rangos y jerarquías. Un día me preguntó si yo era más o menos que el vecino del primero, un marino jubilado con el rango de comandante. Evidentemente le dije que yo era más. Yo era coronel. “¿Y Juan José?” Juan José es uno de mis mejores amigos, al que conozco de los tiempos en que usaba pantalones cortos y pensaba que nunca me casaría porque las niñas eran muy tontas. “Juan José es sargento”, le respondí. Mi padre lamentó que Juan José no hubiese llegado más lejos con lo que valía y yo, que aún recordaba la vez que me metió un gol por la escuadra después de haber regateado a tres defensas, le respondí: “No ascendió más, porque se empeña en escribir alferez con hache”. Más tarde, cuando le conté la anécdota a Juan José, me recriminó. “Tío, cómo eres, ¿no me podías haber hecho al menos comandante?” Pues no, hay goles humillantes que nunca se olvidan.
A mi padre le perdían las condecoraciones. En su vida militar le habían concedido dos o tres, de las que estaba muy ufano. “¿A ti te han dado alguna condecoración?” “Sí. La de la Estrella Polar de Suecia”. Se le iluminaron los ojos con orgullo de padre. Conversaciones como ésta se repitieron en otros paseos y como vi que era un tema que le hacía feliz, fui multiplicando el número de mis condecoraciones. A día de hoy soy comendador de la orden laosiana del Gran Elefante Blanco, ciudadano de honor de Batavia, con derecho a utilizar un sombrero con plumas de avestruz, caballero de la Vía Láctea, cófrade de la Orden de Malta Daltónica, que me autoriza a combinar cualesquiera colores que me apetezcan en mi vestimenta sin que nadie pueda decir que tengo poco gusto, benemérito preboste del Gran Salar de Uyuni y Desiertos Adyacentes… y sólo estoy citando las órdenes y condecoraciones de las que todavía me acuerdo.
Por aquel entonces yo preparaba a opositores. A mi padre le gustaba oír cómo cantaban los temas y luego me comentaba si pensaba que lo habían hecho bien o no. Le gustaba mucho una opositora rubia y guapa, que se llamaba Violeta, y con la que repetidas veces me aconsejó que me casara, porque era lista y seguro que aprobaría las oposiciones. De tanto verme con los opositores, se le metió en la cabeza que él también quería opositar. “¿Tú me prepararías?” “Desde luego”. “¿En cuánto tiempo crees que podría sacarlas?” “Con tu cabeza, en un año?” “¿Cuándo empezamos?” “Si quieres mañana”. “Muy bien. Traeme los temas de Derecho Mercantil. Siempre se me ha dado muy bien.”
Mencioné lo de Violeta, porque una de las preocupaciones de mi padre era mi estado civil y sentimental. Quería que me echase novia, porque no es bueno que el hombre esté solo. A veces intentaba echarme una mano en la elección y sus sugerencias iban desde Violeta hasta la camarera dominicana que nos sonreía cada vez que pasábamos por delante del bar en el que trabajaba. Decía que debía buscarme una mujer buena y, viendo los partidos que me proponía, creo que también deseaba que fuese guapa. En esos paseos descubrí una faceta de mi padre que no había descubierto en tiempos mejores: tenía muy buen gusto para las mujeres.
Otras veces me preguntaba por mis hijos. “Porque tú, ¿cuántos hijos tienes? Es que siempre me hagó un lío”. Cierto que he tenido una vida agitada, pero aún bastan los dedos de una mano para contar a mis hijos y los dedos de la otra para contar a sus madres. Yo le explicaba con paciencia, el número, los nombres y sus cualidades, aun a sabiendas de que a las pocas horas se le habrían olvidado. Estuve tentado alguna vez de decirle que tenía 19 de 14 madres distintas, para ver su reacción.
Otra de sus preocupaciones era el dinero. En determinado momento dejamos de permitirle que tuviera dinero, porque había perdido toda noción de su valor. “Tu madre no me da dinero. Y yo lo necesito”, se quejaba. Yo me sacaba un billete de cinco euros, se lo daba y eso parecía tranquilizarle. Aunque a menudo se contentaba con esos 5 euros, otras veces picaba más alto. “Quiero independizarme. He pensado que si tú y tus hermanas me diérais cada uno diez millones, podría manejarme bien.” Le respondí que lo consideraría y entretanto, como adelanto, le pasé un billete de 5 euros.
Mi padre era un hombre generoso, que quería la felicidad de sus hijos. Le preocupaba mucho lo que nos dejaría en herencia. A veces en los paseos, se detenía un momento, señalaba algún edificio cercano y me decía: “¿Te gustaría el tercero de esa casa?” “Desde luego.” “Vale. Pondré en mi testamento que sea para ti.” De esta manera, fui haciéndome con un vasto patrimonio inmobiliario que estuvo a punto de incluir el estadio Santiago Bernabeu, al que renuncié en favor de uno de mis sobrinos muy futbolero, porque tampoco quería acaparar tanto.
Con el tiempo, el ámbito de nuestros paseos fue reduciéndose, hasta que llegó el día en que no pasamos del jardín de debajo de su casa. Las conversaciones entre nosotros se hicieron cada vez más raras como si hilar las frases le costase una energía que ahora prefería dedicar a disfrutar de los rayos del sol.
Espero que algún día nos reencontremos en algún otro lugar y que sigamos paseando juntos y acaso entonces le diga que tengo 19 hijos de 14 madres distintas para ver su reacción. Y entre bromas y veras, le diré que le quiero mucho y que me gusta que hayamos retomado nuestros paseos.
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