Emilio de Miguel Calabia el 18 may, 2020 Si Baltasar hubiera tenido más malicia, habría pensado que no haber tenido un match en Tinder después de un mes significaba que era feo. Pero Baltasar era bueno y un poco simple y todas las explicaciones que se le ocurrían tenían que ver con los misterios de la tecnología, los avatares de las redes sociales y ese imponderable que se llama suerte y que llevaba toda la vida acosándole en su variante “mala”. Baltasar se definía como un tipo con mala suerte. Si hubiera tenido perspicacia, se habría dado cuenta de que era un tipo tan insulso y del montón, que a la suerte le traía indiferente. Ni tan siquiera lo consideraba cuando repartía un cargamento de desgracias. Baltasar era el ángulo ciego de la Humanidad, esa persona cuyo nombre nunca se te queda cuando te la presentan y cuyos rasgos se te desdibujan en cuanto te das la vuelta. Aún tuvo suerte de que sus padres le pusieran Baltasar, que es un nombre que no pasa desapercibido. Si le llegan a poner José o Antonio, habría sido como vestirle con un traje de camuflaje para que pasase por la vida sin que nadie reparase en él. Incluso llamándose Baltasar, eran pocas las veces que alguien se fijaba en él. Baltasar había tenido una o dos novias de jovencillo. Lo de “una o dos” lo decía él, porque le daba vergüenza reconocer que su vida sentimental había sido singular y que la frase exacta hubiera debido ser que había tenido una novia de jovencillo. Se trató de una novia montaraz que se lo ligó en unas fiestas del barrio y que, cuando rompió con él unas semanas más tarde, se justificó diciendo que aquella noche iba muy borracha y no sabía lo que hacía. Baltasar, que ya se había autoconvencido para entonces de que no tenía suerte, lo tomó como otro golpe del Destino y aceptó la ruptura con estoicismo. Con un poco de sabiduría, se habría dado cuenta de que el Destino tampoco se ocupaba tanto de él como para darle golpes. Capones como mucho. Aquella experiencia breve y desgraciada, le dejó con un ansia de volverse a enamorar y ser como los demás, porque Baltasar siempre se había sentido un poco aparte, por lo del nombre y por la nariz grande y ganchuda que tenía y por la verruga de la frente, que es un sitio donde nadie normal tiene verrugas; lo de no tener novia como que le hacía quedar raro cuando iba a una reunión y cada uno aparecía con su pareja, menos él, siempre solo, con las manos metidas en los bolsillos porque no tenía a quien abrazar. Quería tener novia y no sólo por eso, sino porque la breve temporada que estuvo ennoviado, le pareció que lo del amor era un invento magnífico, que te ponía alas y te hacía más guapo y hasta más inteligente. Baltasar era un poco parado y si su amigo Javier no le hubiera empujado, jamás se le habría ocurrido instalarse la aplicación de Tinder. “Yo de informática no entiendo. Seguro que me lío”. “Mira, si lo utilizan las divorciadas de sesenta que no tocaron un ordenador hasta los cuarenta, seguro que puedes”. “Me da vergüenza que se enteren mis amigos de que estoy en Tinder para ligar. Dirán que si no soy capaz de ligar en la calle”. “Todos tus amigos divorciados están en Tinder y algunos de los casados, también”. “¿También Matías?” “¿De dónde te crees que se sacó a la rubia que se trajo a la fiesta de Ricardo?” Ese fue el argumento definitivo. Si Matías, el chulito que siempre se las iba dando de galán, recurría a Tinder, él también podía. Siempre le habían causado un poco de timidez las mujeres. Le parecían seres de otro planeta, pero de un planeta mucho más avanzado y sabio que el de los hombres. De puro apocado, apenas se dirigía a ellas y cuando alguna le atraía, la miraba con el rabillo del ojo, no fueran a establecer contacto visual directo, que no habría sabido dónde meterse. Por eso Tinder fue como una liberación. Tener de pronto fotos de decenas de mujeres y poderse demorar en ellas, considerar cada detalle de sus rostros, fantasear historias de amor con cada una de ellas, era como comer cigalas después de llevar un mes comiendo caballa. Baltasar daba “me gustas” a todas las fotos. Aparte de que era cierto, le parecía descortés no hacerlo. Se imaginaba que las demás personas eran como él y que estarían deseando que alguien les dijera que le habían gustado. Debía de ser muy triste estar en Tinder y que nadie se fijase en ti y te dijese que le gustabas. Justo como le estaba ocurriendo a él, pero estaba tan preocupado por los sentimientos de las usuarias de la aplicación, que nunca llegó a hacerse esa reflexión. El día que tuvo un match, estaba tomando café y de la sorpresa se lo tiró por encima. Se llamaba María. Tenía una cara redonda como de luna llena, aunque su madre habría dicho más bien que tenía cara de pan. Le pareció que se la veía gordita y buena persona. Lo de buena persona lo dedujo por su sonrisa y por una foto en la que salía con un gato. Otra persona más imparcial, habría dicho que se la veía gorda y que la sonrisa podía lo mismo ser de idiocia, de perversidad, de despiste o de cualquier otra cosa. Pero cuando alguien te hace match y te sonríe más vale que pienses lo de buena persona. Le escribió un mensaje. “Hola, ¿qué tal estás?” El hecho de que un mensaje tan insulso no espantase a María puede atribuirse bien a que estuviese igual de desesperada que él, bien a que fuese buena persona. “Muy bien. Encantada de conocerte”, respondió ella, dejando claro que era la primera de las opciones. Pasaron el resto de la tarde intercambiándose naderías. Quedaron para el día siguiente en un café a mitad de camino de las casas de los dos. Casi se chocaron en la puerta del café. Los dos habían decidido llegar media hora antes por los nervios. Entraron entre sonrisitas y sin saber bien si empezar ya a abrazarse, porque era evidente que se habían gustado. Los dos pidieron una copa de moscatel y les pareció de buen augurio que hubieran coincidido en la orden. Para cuando el camarero se las trajo, María ya se había abalanzado sobre él y se lo estaba comiendo a besos. Baltasar aguantó el ataque con estoicismo y con la única preocupación de no quedar mal y de que no se le notase la inexperiencia. Tardaron quince minutos en beberse las copas. Entonces María dijo: “¿Vamos a mi casa?”. Pagaron con un billete de diez euros y no se quedaron a esperar las vueltas. Todo lo que pasó desde que entraron en casa de María fue como en esas ensoñaciones guarras que tenía a los quince años, y a los dieciseis y a los diecisiete y antes de ayer. Todo sucedió como en un torbellino, el corazón bombeando deprisa, la respiración agitada como si corriese un maratón, las manos de María explorándole, él explorando a María con un frenesí que parecía que entre los dos sumasen mucho más que cuatro manos, y con las piernas otro tanto, aunque ellas iban a su bola, entrelazándose y enredándose como si fueran de goma. Entonces, en el momento mismo del orgasmo, cuando estaba a punto de correrse, entendió de repente lo del surgimiento interdependiente que le había intentado explicar el maestro unos días antes. Son los eslabones de la cadena que nos lleva a reencarnarnos una y otra vez en el samsara. Mientras eyaculaba, recordó los cuatro últimos eslabones: el deseo lleva al apego y el apego a la voluntad de ser, que hace que renazcamos y el renacimiento nos sujeta nuevamente a la enfermedad, la vejez y la muerte. De pronto todo estaba tan claro que hasta entendió lo que el martes le había explicado el mecánico sobre el funcionamiento del cigüeñal del coche. Mis cuentos Tags BudismoPratityasamutpadaTinder Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 18 may, 2020