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La poeta que escribía versos libres (6)

Emilio de Miguel Calabia el

Cuando después de la primera noche, uno no cogió subrepticiamente los pantalones poco antes del amanecer y se vistió a oscuras y salió de la casa sin despedirse, es que aceptó tácitamente que quería desayunar por la mañana con la persona-cuerpo con la que cohabitó la noche anterior. Si eso está claro para todo el mundo a poco que se reflexione, lo que no resulta tan evidente, y sin embargo es de obligado cumplimiento, es que si uno aceptó desayunar con la otra persona-cuerpo aquella primera mañana, implícitamente estaba aceptando desayunar con ella la segunda, tercera y ulteriores mañanas, hasta que se diera alguna de las siguientes circunstancias: a) Ruptura sentimental; b) Muerte de uno o de ambos; c) Ayuno por motivos religiosos de uno o de ambos, que eventualmente puede transformarse en huelga de hambre hasta la muerte si el desayunar con la otra persona-cuerpo se ha convertido en una obligación tediosa insoportable.

Acaso Manuel hubiera preferido aquella mañana salir por la puerta con las primeras luces y volver andando a casa para poder rumiar durante el trayecto toda una serie de emociones que le estaban agitando y que no sabía cómo manejar. A saber: 1) El escozor de las muñecas anteriormente maniatadas, que, aunque molesto, tenía algo de placentero. Un poco como hacer el amor con los calcetines puestos y que uno de los calcetines tenga un agujero por el que asome el dedo gordo del pie derecho; 2) Había tenido el mejor orgasmo de su vida; 3) Emociona que después de una noche de pasión alguien te escriba un poema; 4) Asusta que te escriban un poema en el que digan que se te quieren meter en las venas… Curiosamente entre esas emociones que le agitaban, no se encontraba la inmensa bandera roja de alerta de la noche anterior. Se ve que el sexo causa amnesia y bastante estupidez, sobre todo en aquellos individuos de la especie humana que tienen la desgracia de que en su vigésimo tercer par de cromosomas tienen la combinación XY.

Manuel aceptó que lo más sencillo era rendirse al rito y asumir que, dado que la primera mañana había desayunado con Azucena, la segunda mañana también debería hacerlo. Hubo cruasanes y cafés, que tomaron tomándose las manos, bien para confirmar su naciente amor, bien para asegurarse de que el otro era una presencia corpórea real y no un figmento de la imaginación, bien para asegurarse de que el otro no se escaparía apenas terminado el café y que dedicaría aún algunos minutos de embeleso a la contraparte.

– Me gustas- dijo Azucena.- Los hombres me han hecho mucho daño, pero tú eres distinto.

La frase provocó un estremecimiento de placer en Manuel, que no cayó en la cuenta de algunas de las implicaciones que la frase podía tener: 1) Los hombres me han hecho mucho daño y tú vas a pagar por todos ellos; 2) Te veo lo suficientemente blandengue y manipulable como para estar segura de que esta vez yo controlaré la situación y que si de aquí alguien sale dolido, serás tú; 3) Te he puesto el listón muy alto, como me decepciones, te vas a sentir tan mal, que no vas a querer saber más de mujeres y te vas a meter cartujo. O puede que la frase sólo quisiese decir que Manuel le gustaba a Azucena y que él era distinto de los hombres que le habían hecho mucho daño.

Sólo fue más tarde, cuando iba en el autobús de regreso a su casa, que Manuel se acordó de la bandera roja de alerta y supo que eso quería decir algo, que era un detalle sobre el que debía reflexionar, pero entonces sintió una especie de paz en la entrepierna, algo cálido y tierno, y volvió a olvidarse del asunto.

La inercia gobierna los asuntos humanos y cuando se solidifica y se convierte en una masa granítica, se denomina rutina. Manuel no supo cómo, pero tras esa segunda cita, su vida adquirió un ritmo especial que estaba pautado por sus encuentros con Azucena. Se veían un día sí y otro, no, generalmente para charlar en un cafetín o ver alguna exposición que a ella le gustase. Una cita de cada tres era para ir al cine, a películas que indefectiblemente escogía Azucena y que tenían que ser elevadas, sensibles e intelectuales, a ser posibles de autores no contaminados por Hollywood y con apellidos no anglosajones. Almodóvar no valía porque se había dejado contaminar por el sistema y Trueba era un afrancesado y todo lo que oliera lejanamente a Truffaut, Godard o a Renoir estaba descartado por razones que se le escapaban a Manuel, pero que acataba escrupulosamente, porque eran directores que en todo caso nunca hubiera visto en su sano juicio. La prohibición de todo lo relacionado con Hollywood le jodía algo más, porque de ahí venía el 90% del cine que consumía, pero era un sacrificio necesario si quería mantener el flujo regular de orgasmos.

Cuando al día siguiente no había que madrugar, la cita se remataba con un buen polvo en casa de Azucena. Tal vez ése fuese el único punto de la relación donde la rutina tuviese problemas para instalarse, porque la imaginación de Azucena era inagotable. Ya estaban a punto de terminar el capítulo 68 de “Rayuela”; en una o dos noches más ordopenarían hasta el límite de las gunfias, pero Azucena ya le había prevenido que a “Rayuela” le seguiría una lectura pormenorizada a dos voces de “El Cantar de los Cantares”, que empezaría con la parte que dice “porque mejores son tus amores que el vino”.

También había sexo, las noches que Azucena declaraba que tocaba “cena de amor y lujo”, lo que implicaba que Manuel la invitase en algún restaurante bueno a arroz con bogavante, blinis de caviar del Caspio, sashimi de atún pescado en el Pacífico Sur, espárragos de Tudela, costillas de cordero neozelandés, paté de Perigord, o cualquier cosa que rimase con lujo y cuentas de 200 euros. El esfuerzo financiero de Manuel se veía correspondido entonces por una noche de fuegos artificiales en el dormitorio de Azucena, con independencia de que al día siguiente hubiese que madrugar o no.

Además de las citas, estaban las llamadas telefónicas de Azucena, que podían llegarle en cualquier momento del día o de la noche. A veces le llamaba para saludarle porque había amanecido con sol y estaba contenta, o le llamaba entristecida porque soplaba el viento y se había puesto a pensar en los niños de Haiti, que viven en la miseria y de los que 67 de cada mil mueren antes de cumplir los cinco años, que si no es triste pensar en eso, en una tarde ventosa, que ha tirado un tiesto de un balcón cercano, como para recordarnos que la vida es frágil y efímera como los niños de Haiti. También podía llamarle alegre, porque acababa de terminar un poema y quería leerselo: “Y fue tuya la tarde/ que estrangulabas,/ la misma en que/ un cardo/ acechaba a un gorrión”. Había llamadas de risa tonta enamorada y llamadas de gesto mohíno, que Manuel no sabía si había sido culpa suya o del universo, que seguro que uno de los dos le había fallado a Azucena.

Manuel se puso la rutina en la mano como un guante y no se preguntó si quería que en lo sucesivo el tacto de las cosas fuera un tacto de goma desabrido. Manuel había asumido una rutina con Azucena sin haber respondido a la primera de la preguntas, la de si estaba realmente enamorado de ella. Puede que sospechase la respuesta y no la quisiese conocer. Puede que hubiese establecido la equivalencia orgasmo = amor y creyese que cuanto más ordopenaban hasta el límite de las gunfias, más enamorados estaban. Puede que Azucena fuesen unos grilletes que le hubiesen puesto y que hubiesen lanzado la llave al mar y que él se hubiese resignado a un futuro prisionero y engrilletado.

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